En
torno a las imágenes religiosas se tejen historias legendarias, cuyo
denominador es el mismo: el hacer entender que la imagen llegó a determinado
lugar por su voluntad y medios divinos. Esta era una manera muy usual que se
utilizaba para convencer a los sencillos naturales de éstas tierras las
bondades de la religión que recién llegaba.
Por
distintos puntos de la geografía la leyenda es similar: de alguna manera llegó
una imagen, la cual no quiso irse ya. (La aparición misteriosa en un ayate, la
imagen “de bulto” transportada en una caja a lomos de una mula, el encuentro en
una cueva o en un tronco hueco). En Europa son muy comunes las imágenes de
“Vírgenes negras” que fueron encontradas bajo tierra, persistencia quizá de
cultos anteriores al cristianismo. Pero nuestra intención no es ahora la de
estudiar este aspecto, sino el de ofrecer una narración que mucha similitud
guarda con otras que quizá el lector ya haya leído o escuchado:
La
imagen de la Virgen de la Soledad de Jerez poseía dos pulseras, un magnífico
trabajo de orfebrería, en las que predominaban los diamantes bellamente
cortados y trabajos en chapa de oro con hilillos de perlas. Estas pulseras se
las había donado a la Virgen la piadosa dama, doña Gabriela Colón de Larrategui,
quien en su testamento dictado en 1787, dispuso que le fueran entregadas esas
joyas a la imagen.
Esas
pulseras aún aparecen en un inventario realizado a principios del siglo XIX,
pero ya no en el de 1904, en el que solo se menciona a una, muchos creen que
fue un sacristán el que la hizo perdediza, pero de ello nos platican lo
siguiente:
Los
años posteriores a la culminación de la independencia, fueron como todos los
coronamientos de luchas fraticidas: de hambre, de inseguridad, de epidemias.
Así estaba el hogar de Miguel Escobedo, quien vivía al lado de su esposa
Josepha de Bargas y sus hijas Francisca, Juana y María Dolores en el barrio de
San Miguel, en la parte poniente de la villa. Tanto Miguel como su esposa
salían diariamente en busca del sustento, pero como las siembras eran escasas
no había quien les proporcionara trabajo a los desposeídos, si acaso uno o dos
mendrugos de pan que eran atesorados para que sirvieran de alivio momentáneo
del hambre de las pequeñas hijas de Escobedo.
La
desesperación era tanta, y tantas sus penas, que se veían atenazadas con las
enfermedades contínuas que a su hogar llegaban. En una de sus congojas llegó
suplicante hasta el interior del Santuario y se posó arrodillado y lloroso bajo
la imagen de la Virgen de la Soledad. (Entonces el manifestador o camarín y
altar mayor eran muy diferentes, de menores dimensiones y sin vidrios). Entre
sollozos contaba sus cuitas y sus pesares a la jerezana imagen, cuando
sorprendido vio que a sus manos cayó una de las pulseras de la Virgen.
Al
alzar la vista le pareció que Nuestra Señora de la Soledad le sonreía benévola
y protectora.
-“Gracias
Señora, por el don preciado que me has hecho con el que sabré sacar adelante a
mi familia”. Creemos que así agradeció el súbito regalo celestial.
De
inmediato, terció uno de sus burros y se dirigió a Zacatecas para tratar de
vender la pulsera. En Zacatecas abundaban los joyeros, expertos conocedores de
metales y piedras preciosas, por lo que no fue difícil llegar a un lugar donde
ofreció en venta la prenda.
-¿De
dónde sacaste esta belleza?- le preguntaron.
-Me
la dio una señora, respondió con aplomo.
Al
valuador le pareció sospechoso que alguien harapiento pudiera poseer algo tan
valioso por lo que llamó sigilosamente a los alguaciles, los que llevaron a las
cárceles a Miguel de Escobedo mientras se investigaba el origen de la joya. No
batallaron mucho en sus indagatorias, pues prontamente alguien la identificó
como una de las piezas que Gabriela Colón regalara a la Virgen de la Soledad de
la Villa de Xerez.
Escándalo
causó en toda la sociedad zacatecana que alguien se atreviera a realizar un
sacrílego hurto, y además “cínicamente” dijera que la imagen le había regalado
la pulsera. Las deliberaciones en este caso no fueron muchas, pues se comprobó
plenamente que a la imagen le faltaba una de las pulseras, además que el
delincuente ya estaba preso. Se le sentenció a la pena máxima que sería
aplicada en la plaza de la Villa. La pulsera se volvió a poner en la mano de la
imagen, asegurando bien el broche.
Así,
una fría mañana de enero, Miguel de Escobedo era conducido por un grupo de
alguaciles a la horca, que se encontraba en medio de unos añosos árboles frente
a la casa consistorial.
Como
última voluntad y casi con alaridos, pidió a sus guardianes le concedieran el
ver la imagen jerezana. El alcalde constitucional, que lo era Pedro José Zesati
del Castelú, vio como cosa natural eso, pues suponía que el delincuente
arrepentido quería pedir perdón a la Virgen antes de ser ejecutado.
En
el interior del templo, su esposa Josepha, junto con sus hijas, oraban
calladamente mientras ríos interminables de lágrimas surcaban sus pálidas
mejillas.
Ahí
fue llevado Miguel de Escobedo, con las manos con grilletes. Mucha fue la
concurrencia, pues todos deseaban llenar de improbios al sacrílego que osó
robar una pulsera a la Virgen. Al estar hincado frente a la imagen, su
plegaria, más que una oración parecía un desesperado alarido:
-“¡Mira
Señora lo que han hecho de mí! ¡Tú sabes la verdad de todo! ¡Cuando sea muerto
acógeme en tu seno y no desampares a mi esposa e hijas!
Todos
los que maldecían a Miguel de Escobedo fueron testigos esta vez, de que de las
manos de la imagen de la Virgen se deslizaba nuevamente la pulsera e iba a caer
exactamente en las manos del reo.
-¡Verdaderamente
ella se la dio! ¡Esto es un milagro!-, coreaban a voces, mientras que el
acusado era socorrido por sus hijas y su esposa, sin que los guardias atinaran
a hacer nada.
Mucho
se discutió al respecto, y se concluyó que, si era voluntad de la Virgen
regalar la pulsera, así debería ser. Y así pudo, Miguel de Escobedo recomenzar
una nueva y ejemplar vida, ya que uno de los principales de la villa, Martín de
Careaga le compró la prenda a crecido precio, misma que su familia conservó por
muchas generaciones como testimonio de una decisión que era completamente
divina.