A
mediados de 1927, los agraristas comandados por Manuel Rodarte se había
apropiado de toda la región. Como integrantes de la defensa social, eran
echados por delante en las incursiones que el ejército del general Anacleto
López realizaba para acabar con el peligro que representaban los cristeros.
Ya
le tenían tirria al antiguo villista Sabino Salas levantado en armas ahora como
cristero, pues como perfecto conocedor de la sierra, siempre se les escabullía,
los toreaba, les ponía “cuatros”; así que decidieron ir a “echar una corrida”
por la sierra, siguiendo los consejos de un espía que les había asegurado que
los pardos de Sabino Salas “sesteaban” en un ranchito de aguas por aquel rumbo.
Muy
de madrugada, los agraristas salieron de Jerez con la intención de llegar a la
sierra apenas clareara el día pensando en sorprender a los guerrilleros de
Salas. Recorrieron buena distancia, sin encontrar nada, hasta que en la lejanía
vieron una pequeña humareda y se dirigieron al galope pensando que ahí estaban
los contrarios. Muy humilde era el ranchito de aguas. Un pequeño jacal, un
gallinero, algunos puercos… pero nada de cristeros, solo dos ancianos.
Para
pronto los agraristas se apearon de sus caballos y se fueron sobre los cochinos
y las gallinas, no se podían ir con las manos vacías. Los viejitos los veían
hacer, sin atinar a decirles nada, con mirada temerosa. Gritos, sollozos y
maldiciones se dejaron oír de pronto. Uno de los agraristas había encontrado
escondida en el gallinero a una niña de unos 14 años, morena, algo regordeta y
cuentan que era bonita de cara.
-¡Mira
nomás lo que me jallé! ¡Esta me gusta como para casarme con ella!- dijo uno de
los agraristas, mientras de manera soez acariciaba el cuerpo de la niña, y
amarrándola fuertemente de las manos la subió a su caballo. La niña lloraba
aterrada y gritaba pidiéndole auxilio a su abuelito.
-¡Agüelito,
no dejes que me lleven! ¡Agüelito, diles que no me lleven!-. Pero los
energúmenos sujetos se reían a carcajadas de la adolescente. Esta, brincó del
caballo, cayendo aparatosamente, cosa que fue celebrada ruidosamente y con
grandes risotadas por los robacochinos y robagallinas. -¡Mira que tu novia no
quiere ir a caballo!-. -¡Pos si no quere ir ansina, pos onque sea me la llevo
arrastrando hasta Jerez!-.
Luego
de cargar las gallinas bien amarradas de las patas, y de echar los cochinos
arriba de los caballos, los agraristas emprendieron el regreso, sin hacer caso
de los gritos y súplicas del anciano, haciendo oídos sordos a los gritos y
lágrimas de la niña, que amarrada de las manos y atada a una cuerda era
obligada a seguir al montado a caballo.
La
Lechuguilla, parecía un rancho fantasma. Muchos de sus pobladores andaban en la
sierra. Solo ancianos y mujeres grandes veían por las puertas entrecerradas la
caravana que desde muy lejos se hacía notar por los gritos plañideros de la
niña que llevaban casi arrastrando tras de un caballo. Sus gritos se perdían en
la lejanía, subían hasta las estribaciones del cerro del Despeñadero donde los
ecos multiplicaban las súplicas. -¡Agüelito, agüelito, agüelito!.... ¡No dejes
que me lleven!
Valientemente
un grupo de viejos del rancho se acercó con los agraristas. -¡Buenos días les
de Dios, sus mercedes! Y dirigiéndose al jefe le dijeron: -Mire patrón, no
sabemos qué delito haiga cometido esa criaturita que llevan arrastrando. No
sabemos qué atrocidá haya hecho para que la traigan así. Pero les pedimos de
caridá que no la lastimen más. Miren, nosotros somos gente muy probe, pero les
damos lo que queran, pueden entrar a todas nuestras casas, tomen lo que queran
de lo poquito que tenemos. Pero, por vida de Dios, ya no maltraten a esa
criatura, tengan consideración que es una niña. Es un favor muy grande que les
pedimos y muncho les vamos a agradecer.
-¡Ta
güeno! –Respondió el líder de los agraristas -vamos viendo qué nos pueden dar-.
Y luego luego, se dedicaron a revisar casa por casa, rincón por rincón.
Pronto
tenían un mayor botín de gallinas y cochinos. Y uno hasta una negra piedra de
molino cargó en una mula.
El
mismo que dirigía a los agraristas, le espetó a los rancheros: “Pos no
encontramos nada que valiera la pena, como pa' soltar la muchacha, así que con
su venia, nos vamos. Y si saben lo que les conviene, mejor no digan nada,
porque nosotros semos la autoridá”.
Ahora,
los de la defensa rural, siguieron su camino a Jerez, pero “a paso de cochino”,
porque venían arreando varios animales que se alcanzaron a “carrancear” en La
Lechuguilla… y acompañados con los sollozos y gritos de la niña que seguía
pidiéndole a su abuelito que no dejara que se la llevaran.
A
pocos pasos del camino real que venía de Tepetongo a Jerez, el cabecilla de los
agraristas, quizá ya harto de los gritos de la niña que llevaban sacó la
pistola y revirando el caballo disparó varias veces mientras le gritaba que ya
se callara, que no había ningún agüelito que la salvara. Nadie supo si disparó
nomás para asustarla, la cosa es que una bala pegó sobre el cuerpo de la
indefensa víctima.
-¡Ya
me dejates sin novia!-. Dijo el que la llevaba amarrada. –Ansina ya no me sirve
de nada!. Soltando a la vez la cuerda y dejando caer el cuerpo inanimado de la
niña. Tal vez se atemorizaron por lo que habían hecho, que, dejaron parte del
botín ahí. -¡Vámonos prontito pa' Jerez!. –Ordenó uno. Y así, el que llevaba la
piedra de molino en la mula, la desató y la tiró sobre el cuerpo inanimado de
la niña.
Por
supuesto que a sus jefes en Jerez, solo les dijeron que no habían encontrado ni
rastros de los cristeros. Nada dijeron de los animales robados. Nada de la niña
martirizada y muerta. Nada de su proceder arbitrario y cruel.
El
anciano, que con sus cansados pasos había caminado tras de la tropa de
agraristas, logró llegar por la tarde hasta donde estaba el cuerpo de su nieta,
con gruesas lágrimas que surcaban su arrugado rostro manifestaba su dolor. Estuvo cubriendo los despojos con piedras.
Varias gentes de La Lechuguilla le ayudaron en tan dura faena. En la parte de
arriba dejaron la piedra de molino que sirvió de base para asentar una tosca
cruz hecha con unas ramas de mezquite.
La
leyenda cuenta, que quienes pasaban por ahí, rezaban un ave maría por el alma
de la niña y colocaban una piedra sobre la tumba. Pronto se dijo que la Virgen
del Molino (por la piedra que seguía ahí) era muy milagrosa. Los pastores le
rezaban cuando se les perdían sus animales. Las mujeres cuando estaban
enfermas. Casi siempre había personas hincadas ante sus restos orando en
solicitud de alguna gracia. Y no le causó ninguna gracia al Cura de Jerez, un
hombre gordo, feo y de voz de trueno, el señor Cura Amado Macías, quien
prohibió terminantemente se rezara ante la ya muy conocida “Virgen del molino”.
Con
el tiempo, se reconstruyó ese camino, y la reconstrucción acabó con la tumba,
que ya muy pocas personas recuerdan donde estaba.