En el Jerez porfiriano de fines del siglo XIX y principios del XX, la aristocracia tenía sus residencias en el “Barrio del Oro”, preferentemente en la calle “Cerrada de la Parroquia” o “Del Espejo”, como se le llamaba por un espejo francés que había en una de sus casas, motivo de una hermosa leyenda que ya en otras ocasiones he publicado.
Por la acera del lado oriente, y muy cercana a la parroquia, estaba el hogar de las señoritas Mier, Concepción y Virginia, quienes eran altamente caritativas y todos los jerezanos las tenían en alto aprecio por sus bondades. De ellas se dice que en 1916, cuando el famoso “año del hambre”, se formaban a las afueras de su casa grandes filas de pedigüeños, que aplaudían cuando salía Dimas (un cocinero joto que tenían) y les repartía una generosa ración de comida. También eran dueñas de la Huerta de la Virgen (que luego venderían a don Carlos Acevedo) y en tiempo de frutas, la regalaban toda a las personas necesitadas.
Bueno, las hermanas Mier eran bendecidas y saludadas por todo mundo, menos por los Berumen, dueños del Marecito, San Felipe, el rancho de los Muertos y otros lugares. Ellos vivían indistintamente en sus ranchos o en las casas que tenían en Jerez, una de ellas en la misma calle del Espejo, pero en la acera del lado poniente y ya casi esquina con el Callejón de los recuerdos o calle del Sol.
Don Pastor Berumen |
Desde los tiempos del legendario Sinecio Berumen, casado con Ana María de Valdez, habían alcanzado mucho poderío económico y político. Don Pastor Berumen, hijo de los mencionados, se casó con Ambrocia Ynguanzo con quien tuvo ocho hijos: Francisca, Juana, Anita, Cosme, Sacramento, José Julio y Marcelo. Cuando muere doña Ambrocia, don Pastor se casa con Eugenia de Avila y así tienen más propiedades, pues doña Eugenia era heredera de gran fortuna y fincas.
Hijo de don Sacramento Berumen Valdés fue don Ygnacio Berumen, nacido allá por 1868. Cuentan que don Ygnacio tenía un carácter muy fuerte, mal hablado, mal encarado y era precisamente él quien odiaba a las señoritas Mier por dadivosas.
¡Son hipócritas! Aseguraba, y cada vez que las veía trataba de burlarse de ellas. Don Eugenio del Hoyo en su libro “Jerez el de López Velarde” habla de “Las gentes de Jerez, miel y veneno a la vez” y refiere algunas anécdotas como la de que “cuando alguna persona de alta posición estaba enferma, los vecinos cerraban con morillos la calle, para que no lo molestara el ruido de los carros que con sus ruedas de hierro provocaban un estruendo infernal al ir rodando por el empedrado”.
Realmente no fue así. Un día don Ygnacio estaba en la casa de la calle del Espejo, como a las diez de la mañana, recargado sobre el dintel de la puerta, cuando vio a las señoritas Mier, que por la acera de enfrente caminaban muy orondas con sus ampones y finos vestidos, protegiéndose del sol con unas coquetas sombrillas.
No se supo que pasó. Unos afirman que del corral de la casa de los Berumen Escobedo se salieron unas gallinas que en alharaquiento tropel corrían y volaban rumbo al zaguán con intenciones de comerse lo verde que colgaba de las recién regadas macetas.
Lo que muy claro escucharon las hermanas Mier, es que casi al paso de ellas se escuchó el potente vozarrón de don Ygnacio. “¡¡Las gallinas!! ¡¡Ahí vienen las gallinas!!, ¡¡Malditas gallinas, no dejen que se pasen porque van a ensuciar todo!!”.
Conchita y Virginita, muy ofuscadas, ofendidas y aterradas, dieron la media vuelta y a toda carrera se devolvieron a su casa, llorosas y avergonzadas. Y así llorando le refirieron al Cura de la Parroquia el agravio del que luego don Ygnacio negaría, pero ante la insistencia del Cura, solo dijo entre dientes: “Pos si ellas se creen gallinas, no es mi culpa”.
A los pocos días, Don Ygnacio fue despertado muy temprano por el estrepitoso rodar de la volanta en la que las Mier se dirigían a la Hacienda de Santa Fe. Entonces colocó un morillo de lado a lado de la calle. “¡Malditas gallinas! Ellas no tienen qué pasar por aquí, si solo salen a la Parroquia, no tienen pasada por aquí”. Para afianzar el morillo y que nadie lo moviera escarbó en la calle y colocó pequeños postes, ayudado con un zapapico que pidió fiado a Juan Sifuentes Casillas y que todavía para 1918 no pagaba.
Y nadie pasó por la calle del Espejo. De nada valieron las reconvenciones de la autoridad municipal, ni el reclamo de los vecinos. Don Ygnacio se montó en su macho y no quitó el morillo que obstruía el paso casi al final de la primera cuadra de esa calle.
“Mira Ygnacio” –le dijo su padre don Sacramento- “quita esas vigas de la calle y mejor ponlas en el potrero de San Felipe, allá hacen más falta porque se están perdiendo los animales” –“Pos acá lo que quiero es que no se salgan las gallinas”. –“¡Qué gallinas ni que ocho cuartos!. Quita esas vigas o te borro del testamento y te quedas sin nada”. Y así, don Ygnacio tuvo que hacerle caso a su padre y soportar de cuando en cuando el estruendo del carro de las Mier. Aunque luego se fue a vivir a la casa de la calle del Santuario donde murió apaciblemente en una tarde de otoño de 1947.
En la calle del Espejo quedaron por muchos años los hoyancos de los postes y del morillo.
Calle de El Espejo en 1928. |
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