(Relatado
y escrito a alguien que sabía escribir y estaba interesado en el tema)
En
descargo de mi conciencia que me tiene atormentado con este secreto que he
guardado celosamente quiero hacer esta confesión de un hecho que me pasó hace
ya mucho tiempo, pero que su recuerdo no me deja a veces ni dormir:
Hace
19 ó 20 años, pasando la temporada de lluvias, que ocurrió lo que aquí cuento: Por
mandato de mi patrón, que era al administrador de la aduana de Las Hacienditas
y además dueño de carros, llevé a un señor que se llamaba Lorenzo Escobedo con
rumbo al Monte Escobedo. Este señor llegó a Jerez en la diligencia de los
Sánchez Castellanos que había salido en la madrugada del sábado, con dos
cajones de madera con herrajes de fierro y cerrados con candados y muy pesados.
Según supe después, tuvieron que cambiar el tronco de caballos por mulas, por
el excesivo peso, mismas que volvieron a cambiar por caballos en la posta de
Las Cocinas.
Cargamos
los cajones o baúles en un carretón de dos ruedas, tirado por dos mulas y dos
más de repuesto. Y luego de tomarnos unos amargos en la cantina El conejo Blanco
salímos para el Monte por el antiguo camino real, el que usaban los carreteros
y arrieros que venían desde Bolaños. Cuando íbamos por el rumbo de La
Lechuguilla, la gente que venía para Jerez nos decía que mejor agarráramos el
camino real de Tepetongo, porque por la sierra de Juanchorrey estaba muy
lodoso, pedregoso y hasta derrumbes hubo. Y que nos cuidáramos porque había
mucho lobo y coyote. Pero el dueño de los baúles insistió que por ahí nos
fuéramos. El domingo, como a mediodía, en un tramo del camino muy pedregoso estrecho
y de subida, las mulas no podían con la carreta porque se resbalaban en las
piedras. Empujando y castigando a los animales casi logramos desatascarlo y
llegar arriba, pero las mulas se tironearon y se rompió el tablón trasero de la
carreta, saliendo los dos baúles disparados y se destruyeron, uno más que otro.
Del
que quedó más destruido botó el cuerpo de una muertita ya en completo estado de
descomposición. Me asusté mucho y se lo hice saber a don Lorenzo, y me contó
que era su esposa que había fallecido en el hospital de Zacatecas por una
enfermedad rara e infectosa. Que la iban a quemar pero que ella antes de morir le
había pedido que la llevara a Monte Escobedo. Medio me convenció de que no lo
denunciara y yo le propuse que la metiera en el cajón que quedó más sano y ahí
la enterráramos.
Como
llevábamos picos, palas y armas, porque yo las había prevenido porque conozco
como se pone ese camino real después de las aguas, excavamos un hoyo hondo de
modo que cupiera bien el cajón. Dentro echó joyas y muchas monedas de oro que
venían en el otro baúl, lo que no cupo lo echó a los lados y arriba del cajón.
Luego lo tapamos con tierra y muchas piedras. Los pedazos de madera del otro
baúl los tiramos en el arroyo que estaba enseguida.
Luego
me hizo prometerle que a nadie le diría de esto, me dio dos taleguitas de
monedas que había apartado, que estaban en un cofre pequeño. Que con eso tenía
para vivir sin preocupaciones toda mi vida. Me pidió una de las mulas, que se
la pagara a mi patrón y me regresara para Jerez. Pero que a nadie dijera nada
de lo sucedido. Por muchos años me ha atormentado esa promesa que no debí
hacer, porque me hice cómplice de un delito.
Pues
ya rompí el secreto, pero ya pasaron muchos años. Del esposo de la muertita no
volví a saber nada y hasta miedo me daba que me achacaran su desaparición,
porque fui la última persona que tuvo trato con él. A lo mejor se lo comieron
los lobos porque a pesar de que le dí el remington con balas, a leguas se veía
que era un catrincito que no sabía nada de armas. Se fue montando la mula a
pelo y no creo que durara mucho si no está acostumbrado al trote y pelaje bruto
del animal. A lo mejor se devolvió a Zacatecas y regresó después por sus joyas
y dinero. A lo mejor se quedó a vivir en algún ranchito de la sierra. Uno de los
arrieros que lo vio cuando llegó a Jerez, afuera del Hotel Oriente, dice que se
le afiguró verlo allá por tierras de Nayarit.
El
lugar donde enterré a la difuntita del baúl, es muy entrada en la sierra, en una
curva de subida, como a una hora del Mastranto, en un lugar donde hay muchos
encinos, del lado izquierdo del camino como unas cien varas antes de llegar al
arroyo. Es fácil reconocer el entierro, porque pusimos muchas piedras lajas
arriba, además está al amparo de cuatro grandes encinos. Yo no tuve ni tengo
curiosidad de ir, porque me quedó mucho miedo de que la muertita me hubiera
contagiado de la rara enfermedad que dijo don Lorenzo Escobedo que tenía. Por
muchos años despertaba angustiado pensando en que me había infectado, pero creo
que como me acerqué lo menos posible al cuerpo de la muerta, nada me pasó. Al
marido quien sabe, pues él recogió el cadáver cuando quedó tirado allá en el
camino. Él lo recogió y acomodó en el baúl que no quedó destruido.
Ahora,
que andan los revolucionarios por todos lados, no creo que nadie se atreva a ir
a ver si se encuentra ese entierrito y el que vaya, ya sabe a lo que se atiene.
Ciudad
García, Febrero de 1914.
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