Esto
que relato cuentan sucedió a fines del siglo XIX y son pocos los que recuerdan
lo que realmente ocurrió.
Refieren
que Anastasio Carrillo, que vivía en el ranchito llamado Plan de Carrillo, se
dedicaba a fabricar carbón allá por las estribaciones de la sierra y él mismo lo
traía a Jerez. Para ello tenía su recua de veinte burros, de muy buena alzada,
muy obedientes y sufridos para la carga.
Un
buen día pasó por el lugar un tipo todo andrajoso, que a duras penas cargaba un
cacaxtle en la espalda. Anastacio estaba apenas haciendo el cono de leña para
el carbón, cuando al verlo acudió a auxiliarlo, dándole agua. El desconocido
agradeció el gesto y le pidió algo para comer. El carbonero buscó en su morral
y solo le quedaba una gorda dura que prontamente le ofreció. El andrajoso comió
con avidez, se notaba que en muchos días no había probado alimento.
Ya
sentados a la sombra de un añoso pino, Anastacio le preguntó por qué andaba tan
andrajoso, sin huaraches, perdido en la sierra y además cargando un cacaxtle.
El
tipo le contó que había perdido el rumbo, porque venía del lado de Durango,
atravesando la sierra tepehuana, y que luego de llegar a Valparaíso con
intenciones de pasar por la Cueva Grande con destino a Jerez, unos bandidos lo
asaltaron, le quitaron su mula y él trabajosamente escapó con ese cacaxtle o
canasto que fue lo único que pudo rescatar. Que ya varias noches había dormido
a la intemperie con el temor de ser devorado por algún lobo y sin comer nada.
Insistía en que tenía que llegar a Jerez al Santuario de la Virgen de la
Soledad, pues una manda debía “por un favor muy grande que la virgencita le hizo
a mi familia”.
El
carbonero, que era serrano de buen corazón decidió ayudarlo y le prestó uno de
sus burritos. “-Mire, no necesita varejonearlo ni nada, el burro conoce el
camino, nomás siga las veredas que van pa' donde se asoma el sol. Llegando a
Jerez, nomás despáchelo, y el burrito solito se viene”. El de la manda dijo que
para que no hubiera desconfianza, le dejaba el cacaxtle en prenda con la única
condición que no podría ver su contenido hasta que el burro fuera regresado. Al
carbonero no se le hizo necesario eso, pero el viajero tanto insistió que al
fin quedó el cacaxtle en un rincón del jacal de Anastacio.
Pasaron
varios días cuando un alegre joven llegó montando el burro que sin rienda había
vuelto a la querencia. Ya ahí le explicó al carbonero que el burro lo encontró
amarrado en unos mezquites donde se acaba la calle de Tres Cruces de Jerez, y
que en un morralito había una moneda de oro y un mensaje en el que se pedía que
se entregara el animal al carbonero que vivía en Plan de Carrillo. El joven se
fue con su moneda de oro bien ganada, mientras el carbonero sacaba las cosas
que había en el cacaxtle, comprendiendo el por qué el viajero se había cansado
cargándolo. Toda la parte de arriba estaba llena de ropa muy lujosa, de
atuendos propios de una iglesia. Y abajo una pesada botija llena de monedas de
oro y plata.
Asustado,
el carbonero decidió enterrar la botija, en un hoyo que hizo dentro del jacal.
La ropa pensó que era mejor dejarla en un templo. Entonces montó su burrito,
-el mismo que había prestado-, y se dirigió a El Cargadero. Ya venía llegando a
donde los arroyos confluían en la presa que pocos años tenía de construída,
cuando en un recodo del camino tres desconocidos lo asaltaron. Se dice que el
burro no dejó que se le acercaran y con mordiscos, coces y aventones maltrató a
los asaltantes, que le propinaban fuertes garrotazos a su vez. Fueron tantos y
tan graves los golpes que los maleantes perdieron la vida y el burro
agonizante, trastabillando caminó metiéndose en la presa donde desapareció.
Anastacio
asombrado, no podía creer lo que ocurría, y menos se lo creyeron los policías
de la Acordada que lo apresaron llegando a El Cargadero. Encontraron tres
hombres muertos, muy golpeados. Y aunque el hombre juraba que había sido el
burro, como no vieron ningún burro, solo el cacaxtle con ropa, dedujeron que
este los había matado para robarles las prendas. Los de la acordada, que
andaban a la caza del escurridizo Lino Rodarte, no buscaban quien se las hizo,
sino quien se las pagara, decidieron fusilaron junto a El Portillo. Anastacio
pidió como última gracia que le permitieran vestir alguno de los atuendos que
estaban en el canasto. Y así, vestido con una túnica blanca y un lienzo morado
fue fusilado el carbonero.
Su
cuerpo estuvo ahí como macabro recuerdo por muchos días, hasta que un acomedido
ranchero dio aviso a sus familiares, que ahí mismo, hicieron un hoyo entre las
piedras para depositar los pocos despojos que habían dejado los lobos y
coyotes.
Por
varios años, quienes pasaban por El Portillo, aseguraban que se les aparecía
“un nazareno” implorando clemencia. Todavía hace poco se podían ver unas peñas
a las que los lugareños le llamaban “del nazareno”.
También
cuentan que cuando la tormenta amenaza, y la presa se llena y el agua corre a raudales
se oye el potente rebuznido de un burro, como si presagiara el peligro. Por eso
los viejos que vivían en El Cargadero aseguraban que “cuando el burro rebuzna,
la tormenta amenaza”.
Los
buscadores de tesoros han pasado sus aparatos por todo el Plan de Carrillo
buscando la botija de monedas de oro que enterrara el carbonero Tacho Carrillo,
aunque lo más probable es que algún afortunado ya la haya sacado y se la haya
gastado…
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del Manual de Carreño, testigas ensombrilladas de Jehová y demás fauna
acostumbrada a darse golpes de pecho…
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