Desde
que se fundó la villa de Xerez, se les asignó a los naturales sojuzgados un
barrio al poniente de la traza, el que fue conocido como “Barrio de San
Miguel”: el 6 de enero de 1643 el Rey de España les otorga oficialmente “un
solar de cuatro cuadras y una suerte de huerta con merced de agua”. Atrás del
templo, que luego sería el Santuario se encontraba una extensa huerta, que por
mucho tiempo fue conocida como “Huerta de la Virgen”.
Fue
el jefe político Jesús Escobedo Silva, quien en 1853 derrumbó las bardas de la
huerta, para construir un callejón y una plazuela en parte de la Huerta de la
Virgen, la que se fue desmembrando poco a poco.
Y
así encontramos que luego perteneció a doña Ventura Sánchez de Sáenz, la que
precisó en su testamento que la huerta se dividiera en tres fracciones iguales
para sus hijos Antonio, José y Mateo Sáenz. Pero estos no se interesaron por
ella, así que las señoritas Concepción y Virginia Mier compraron la “huerta de
árboles frutales con merced de agua, conocida con el nombre de la Virgen, que
linda al oriente con calle de la Acordada de por medio y fincas del municipio,
donde se hallan la Seguridad Pública, Teatro y Jardín Brilanti (actualmente la
Escuela Tipo, la casa del catecismo que era la cochera del Teatro Hinojosa y el
Jardín Hidalgo); al poniente con la calle de Rosales de por medio y propiedades
de doña Josefa Brilanti y Francisca Caraza; al norte con propiedad de Timoteo
Miranda; y por el sur, calle de por medio y sucesión de don Ramón Alcalde y
propiedades de la señora Pasillas y casas de las señoritas María de la
Concepción y María de la Luz Sáinz, hijas de los vendedores”.
Muy
poco les duraría el gusto a Conchita y Virginita Mier el poseer la huerta, pues
se vinieron los años de revolución, y fue precisamente a partir del 19 de abril
de 1913, en que las fuerzas revolucionarias tomaron a Jerez, en que la huerta
de la Virgen quedó abandonada, y sus añosos árboles daban macabros frutos, ya
que muchas veces pendieron de ellos los cuerpos de desgraciados que eran
ahorcados por los que alternadamente ostentaban el poder.
La
huerta se fue reduciendo más, pues se hicieron fincas frente al jardín Brilanti
y por la calle de las Flores, lo mismo ocurrió con la calle del Alamo y parte
de la Acordada.
Lo
poco que quedó de la huerta era conservado gracias a la atención que se le daba
por horticultores y a la merced de agua que religiosamente llegaba por la
acequia que bajaba por la acera nororiente de la calle de la Acordada y que
venía por la calle Esmeralda.
En
el interior de la huerta se encontraban unos arcos, como remembranza de tiempos
mejores, mismos que cuando parte de ella fue adquirida por el Club de Leones de
Jerez, se movieron piedra por piedra y son los que están en su fachada
principal.
Historias
que más bien parecen leyendas se cuentan sobre este lugar, como la que en
seguida narro:
Para
la atención de esta huerta, allá por 1930, los propietarios –dicen que era don
Carlitos Acevedo y familiares- tuvieron que conseguir el auxilio de un
hortelano de Jomulquillo, porque los jardineros jerezanos estaban muy ocupados
con las demás huertas, y además, en la de la Virgen, nadie quería trabajar,
pues se decía que espantaban, merced a los numerosos y atroces crímenes que
dentro de ella se cometieron durante los aciagos años de la revolución. Este
hortelano, Donaciano de Paula Torres, trajo consigo a su familia, a quienes
instaló primeramente en el mesón “de los de Jomulquillo” y que estaba ahí,
entre la huerta y la tienda de don Enrique Berumen de la Torre (parte de esta tienda
fue derrumbada cuando se abrió la calle y el resto es donde tenía Darío Rivas
su restaurant).
Don
Chano, hizo amistad con don Enrique, pues era el que lo proveía y le fiaba lo
necesario para el sustento de su familia. Y fue él quien dio cuenta de lo siguiente:
“Chano
llegó con su esposa y dos niñas, una de ellas ya mayorcita, la otra, como de
cinco años, muy blancas ellas, de pelo agüerado.
“Al
principio la familia se quedaba en el mesón, porque tenían miedo en la huerta,
pero poco a poco se fueron acostumbrando y se cambiaron a la huerta, donde
hicieron casa.
“Fue
en el tiempo de chabacanos, que Chano me invitó a que fuera a la huerta para
que los probara, cuando yo le platicaba que en unos frondosos árboles que se
encontraban alrededor del pozo los federales ahorcaron a unos que no eran ni
revolucionarios ni nada, solo tenían mala traza, noté que las piedras del
brocal del pozo estaban sueltas, y le dije: Chano, esas piedras acomódalas,
porque alguien se puede caer.
“Y
Chano me decía que ya estaba tan acostumbrado a la huerta y a sus ruidos, que
hasta de noche podía andar sin tropezarse con nada. Yo le dije: Pos tú sí, pero
otros no.
“A
los poquitos días vino Chano muy triste a que le hiciera su cuenta, porque ya
se iba. Yo le regalé un pedazo de tela, diciéndole que para que le hicieran
vestidos a sus niñas.
“Pues
se fue Chano, así muy de repente, y luego que comienzan los decires: que en una
tarde las niñas jugaban en la huerta, y la más pequeña corría dando vueltas al
pozo, pero en una de esas, resbaló y quiso agarrarse del brocal del pozo, pero
las piedras estaban sueltas y la niña se cayó en él.
“Que
Chano ante los gritos de su otra hija corrió y junto con su mujer bajaron al
pozo (tiene escalones de piedra), pero ya no lograron rescatar con vida el
cuerpo de su hijita.
“La
mujer y la hermana lloraban y lloraban, pero ellos solitos, la familia, veló el
cuerpo de la niña, y al otro día, muy tempranito la enterraron ahí mismo, del
lado norte de la huerta. Hicieron una fosa y la llenaron de flores, y en ella
depositaron el cuerpo de la niña que se ahogó en el pozo. En su ignorancia y
sencillez no quisieron líos con la ley, por eso ahí la enterraron y luego se
fueron. ¿Para donde? Nadie lo sabe.
“Lo
que me han contado, es que por las tardes se aparece una niñita y nadie sabe
quién es o de donde sale, y se pone a jugar, yo creo que es la hija de Chano,
que sigue ahí, jugando en la Huerta de la Virgen”.