Cuando se habla de un tesoro oculto, siempre se liga a él algún suceso inexplicable: el perro negro de ojos rojizos que gruñe de manera atemorizante, la mujer de blanco que de pronto desaparece, el jinete de oscura y piafante cabalgadura, la esquelética aparición que pide por el descanso de su alma, el catrín misterioso, etc. Y depende del lugar donde se supone está el tesoro, los sonidos que dicen se escuchan: cadenas que se arrastran y se arrastran, la fantasmagórica carreta nocturna que cruje al paso, estampidas de caballos que cruzan por el monte, piedras que caen y caen en el interior de casonas viejas, susurros misteriosos, ayes de auxilio.
Todavía, las gentes que dicen son “estudiadas y de razón” dicen que estos relatos son de gentes ignorantes, que solo sirven para pasar el tiempo, para platicar en las tardes en que no hay más que hacer, ya que nada de esto está comprobado científicamente. Yo he conocido de muchas versiones de ocultas riquezas, que he recopilado en mis andanzas por aquí y por allá, con gente que me escribe, me narra o hasta me proporciona mapas de donde se supone podría haber algún “entierrito”.
Hace ya como treinta años me visitaba mucho una persona serrana, que vivía en un ranchito de aguas perdido en la profundidad de la sierra de Los Cardos. Don Julián Ureña –de quien ya he escrito en otra ocasión- venía a mi casa trepado en su burrito para que yo le escribiera a máquina los poemas que él componía, pues quería heredarlos, no supe nunca a quien. Don Julián era un viejecito de edad indeterminada, por lo que supongo que ya tiene mucho tiempo que falleció, y le gustaba platicar conmigo porque yo ponía cara de gente atenta e interesada cuando narraba sus andanzas.
Un día, Don Julián me pidió un jarro grande de agua del pozo, “porque me va a dicir que toy loco, con lo que le voy a contar, así que déjeme contarle”.
Y comenzó narrando que allá por los años 50, “cuando yo estaba más muchachón” se paseaba a sus anchas por toda la sierra, para admirar los hermosos paisajes que entonces había.
“Mire, Miguelito, todavía estaban frescos los recuerdos de la cristiada, tovía había muchos resabios de esa guerra. Y yo andaba caminando allá por el Tepozán, por donde habían huído muchos cristeros en la tan mentada batalla de El Tesorero. Era como mediodía e iba entre el abra de los cerros, ya pa’ irme a su pobre casa, en el Chilaquil, cuando creyí oír el rumor de gritos, toques de corneta, galopes de caballos y muchos balazos. Po’s me asusté, y me escondí pa’ ver de dónde se oía todo eso. Y mire, era de un bajío allá por el arroyo blanco era donde se veía todo eso, la polvadera, los ruidos. Me dio mucho miedo cuando vi que pasaban por donde yo estaba muchos jinetes, el tropel de los caballos hacía retemblar las piedras. Yo más me oculté porque me llené de miedo. Podía oír lo que gritaban: ¡Viva Cristo Rey, hijos de su madre!, ¡no corran robavacas, aquí está su padre! ¡Viva el coronel Martínez!. Y cosas así”.
Don Julián platicaba luego que todo parecía ser un verdadero encuentro, una batalla en forma, y que su miedo se convirtió en pánico cuando mero enfrente de donde él estaba escondido se detuvieron dos jinetes vestidos con calzones de manta y en su pecho llevaban dos carrilleras atravesadas. Uno de ellos, que traía un sombrero tipo texano, le pidió a su compañero le ayudara a descargar una pesada bolsa de cuero que cargaba amarrada de la cabeza de la silla, y que la escondiera debajo de unas piedras. El otro descargó trabajosamente la bolsa y rápidamente la colocó donde se le indicara, sin darse cuenta que el del sombrero texano le apuntaba con una carabina, para matarlo en cuanto guardara la bolsa.
Sigue contando don Julián que el estruendo de la carabina le llegó muy adentro, pero que el otro, alcanzó a voltear y balaceó al que le disparó… y ahí quedaron muertos entre los matorrales. Luego él, por el miedo, por todo lo visto, quedó como desmayado, pero en su semi inconsciencia siguió escuchando los ruidos del combate.
Cuando despertó, ya era tarde, nada se escuchaba, solo los ruidos naturales del campo. No había señas de los dos cristeros que se mataron frente a él. Y como pudo, don Julián, emprendió veloz carrera hasta su casa.
“Muchos días estuve muy malo, mi viejita –que entonces vivía ahí conmigo- me daba tecitos y me ponía chiquiadores, porque creía que me había ansoleado. Pero yo taba bien seguro que lo que vide era cierto. Mire, por mucho tiempo me daba tintación ir ahí donde había pasao todo, pero me ganaba el miedo, y ni siquiera volví a pasar por ahí en mucho tiempo”.
“Cuando venía a Jerez preguntaba a todo mundo si había habido alguna batalla por ahí donde yo la vide, pero no, todo mundo decía que la última fue la de la cristiada allá por el 28, más de veinte años atrás. Así que un buen día, acompañado de un sobrino nos fuimos al paraje donde yo había visto todo aquello. Ahí estaban las piedras en las que el soldado había guardado el saquito de cuero. Nomás las vimos, Y así, muchas veces, hasta que un día nos decidimos. Movimos las piedras, y ahí estaba, la bolsa bien podrida, y se veían las monedas de oro…”.
“Pos nos llevamos las que pudimos en un morral, porque eran muchas… y luego regresamos, pero mire… ya no encontramos nada de nada, ni los pedazos del costalito, ni las demás monedas. Oiga, desaparecieron de pronto, como si alguien nos tuviera inspiando, pero pos’ no ¿Quién podría andar en lo más trabajoso de la sierra?”.
“Mire, esas monedas, como que estaban malditas, porque a los poquitos días, mi sobrino se las llevó casi todas, y jamás volví a saber de él. Dicen que lo vieron en Guadalajara, que tenía una tienda muy grande. Po’s las que quedaron ahí, me las he ido gastando de a poquito”.
Viendo mi cara de incredulidad, don Julián sacó de un paliacate rojo, una monedita de oro, que me regaló, y que no me acuerdo cuando la gasté…
FOTOS Y MAS FOTOS
Agradezco su confianza, y sigo recibiendo fotos para la revista “Mi Tierra”, en Reforma No. 51, centro ó enviadas a mi e-mail miguel.berumen@gmail.com
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