-¡Híjole Miguel! ¡Cómo me gustaría
andar un sábado de gloria trepado en un caballo pa’ que todas las chavas me
vean de abajo pa’rriba, pa’ gritarles a los que me vean que se quiten porque
ahí voy yo, pa’ presumir que soy un chingonazo!- decía un chavo amigo mío
siempre que veía a los jinetes haciendo de las suyas el sábado de gloria. Mi
amigo, Carlos, tuvo un ramalazo de suerte, pues de repente tuvo la oportunidad
de que esa obsesión acariciada por él por varios años, se convirtiera en
realidad. Sucede que por motivos de trabajo trabó amistad con un político que
tenía un establo con muy cuidados ejemplares equinos. En una ocasión le platicó
de su sueño, y el dueño de los animales le dijo que le prestaba un animal, el
que escogiera y además le facilitaba todos los arreos necesarios, además de una
muy labrada y cómoda silla de montar.
Para pronto, Carlos eligió a un zaino
oscuro, de muy buena estampa. “-Desde que entré al establo el caballo me veía y
me veía, y ni modo de hacerme tarugo, ese pedí”.
-Solo que el caballo que elegiste es
muy pajarero, así que te lo presto con tres meses de anticipación, para que lo
cuides, lo bañes, lo cepilles, le des de comer y lo montes todos los días para
que se acostumbre a ti- Le dijo el dueño de los animales.
Carlos se sentía el hombre más
afortunado del mundo, y diariamente desde muy temprano iba a un corral que le
rentaron allá por la colonia Lagunita, cerca de donde había muchos eucaliptos
que recientemente talaron. Le daba su alfalfa fresca al animal para que no se
entripara, lo proveía de agua, lo cepillaba, lo acariciaba. Por las tardes
jinete y caballo daban un paseo por toda la colonia Lagunita y a veces hasta a
Ciénega llegaban o se aventuraban por el camino al tanque de San Juan. El chavo
terminó con la novia porque la muchacha no estaba dispuesta a compartir su amor
con un caballo que era merecedor de más besos, arrumacos y caricias. Se la
pasaba todo su tiempo libre con “El peluso” (que así se llamaba el zaino).
Y que se llega el tan ansiado sábado.
Desde muy temprano Carlos se preparó. Se calzó unos zapatos nuevecitos que
acababa de comprar en la zapatería “La Suiza”, que aunque no eran botines
charros, de lejos sí daban el gatazo. Lo que no consiguió fue un buen sombrero,
así que se puso su cachucha recién lavadita de los gigantes de New York. “El
chiste es que tape el sol” –pensó-.
El peluso se veía reluciente, bien
cepillado, con sus crines muy peinadas, bien comido y bebido y la silla de
montar que parecía nueva sería la envidia de todos los que la vieran. También
mi amigo se había provisto de un cartón de caguamas “Victoria” para degustarlas
mientras llegaban los amigos con los que se había apalabrado para asistir a la
cabalgata charra.
Como a eso de las diez de la mañana se
dirigieron los alegres cabalgantes hasta el puente del río grande, donde se
integraron al grueso de la caballada y pasearon muy a sus anchas por las
céntricas calles de Jerez. Eso de andar a caballo le gustó a Carlos, y más le
gustó que lo vieran cuando abrevaba del oscuro envase de la caguama. Se
acabaron las cervezas y sus acompañantes manifestaron que era mejor comprarse
unas botellas de tequila para andar más a tono.
Para eso de las tres de la tarde ya andaba
el grupo bien briago haciendo desfiguros arriba de los animales pero todavía
traían hartas ganas de seguir entrándole al tequila, Carlos demostró su
agilidad y desmontando rápidamente frente a una licorería les encargó su
caballo mientras él compraba un par de castellanas de tradicional. Pero eran
muchos los que tenían esa misma necesidad, así que la licorería estaba
abarrotada.
-¡Chino cabrón, dame pronto dos
botellas de tequila, no seas hijo de la chingada! –Yo sí sel chino, pelo no
cablón, ni sel hijo de la chingala y no te vendo nada pol decil cosas feas. Y
comenzó la discusión, uno aferrado a comprar la bebida y el otro a no venderla…
* * * * * *
Ya cuando la tarde refrescaba y
comenzaba a anochecer, pasé frente al bar “El Venadito” y en la puerta estaba
su dueño don Jesús, quien con la amabilidad que siempre lo caracterizó me habló
para que me acercara. –Oiga Miguelito, ahí adentro está bien borracho un amigo
suyo. Pidió una botella y se sentó en una de las mesas de la pared. Está a
llore y llore, y a todo el que se arrima le mienta la madre y le dice cosas.
Hable con él, porque a alguna persona no le va a parecer que lo ofenda y a lo
mejor lo golpean. Ya ve que hoy todos andan endemoniados. Hágame ese favor.
Fue tan convincente don Chuy Félix,
que no pude negarme, entré y ahí estaba Carlos, semiacostado en la mesa, semidormido,
semiborracho, semilloroso y desesperado.
-Carlos, ¿cómo anda?- Me animé a
preguntarle; luego de reconocerme, entre lágrimas y maldiciones me contó toda
su tragedia.
-¡Me robaron el caballo, Miguel! ¡Me
lo robaron! ¡Me lo robaron unos hijos de la chingada! ¡Y ahora no sé qué hacer!
¿Con qué cara voy a decirle al dueño que me lo robaron? ¡Y no nomás el caballo,
se lo llevaron con todo y silla! ¿Con qué dinero voy a pagar todo eso?
A lo que fui entendiendo, es que se
bajó del cuaco para comprar tequila en una licorería, les encargó el caballo a
los compas con los que andaba, pero como estos ya andaban bien cuetes no
agarraron la rienda, y cuando Carlos salió del lugar donde fue a comprar tequila
–y que no le vendieron por mentarle la madre al encargado- ya no estaba su
caballo. A todos les preguntó, pero nadie supo nada. Anduvo buen rato buscando
al animal, pero no lo vio, y derrotado fue a la cantina más próxima a ahogar su
desesperación y penas.
-¡Si tuviera una pinche pistola ya me
hubiera dado un balazo! ¡Me voy a ir pa’l norte a trabajar para pagar el
caballo! ¡Pinches amigos que tengo, no me cuidaron el caballo!
Le pregunté que si le había avisado a
la policía o al dueño del animal, a lo mejor alguien conoció el caballo que
andaba sin jinete y lo llevó a entregar.
-¡No! ¿Pa’ qué chingaos? ¡Pueque los
mismos policías se lo hayan robado! Y al dueño… ¿Con qué cara voy a decirle que
me robaron el caballo? ¿A ver? ¡Dígame!
Me ofrecí a acompañarlo a su casa,
para que descansara un rato si es que se iba al país de los güeros o para que
buscara un cuchillo cebollero en caso de que quisiera suicidarse. Todo el
camino fue de lamentos, palabrejas y palabrotas. Cuando íbamos llegando a la
colonia Lagunita, a lo lejos se oía el relincho de un caballo. Y sí, ahí estaba
el Peluso, parado frente a la puerta del corral y relinchado de gusto al
advertir que mi amigo se acercaba.
Carlos no cabía en sí de alegría.
Hasta lo borracho se le quitó… vio al caballo, lo abrazó, lo acarició, le dijo
palabras amorosas, y luego lo metió al corral donde le quitó los arreos, le
quitó lo sudado, lo cepilló y le dio agua y pastura. -¿Ya ve Carlos que los
caballos son muy inteligentes? Él al verse libre buscó su querencia… y aquí lo
estuvo esperando… ¡Y usted mentándole la madre a todo mundo porque se lo habían
robado!
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