Fue exitosa la temporada que la compañía italiana
de Ópera de Ángela Peralta tuvo en el teatro Calderón de Zacatecas, en el
verano de 1882. En esas presentaciones contó con el apoyo del eminente músico
Fernando Villalpando como su director de concierto. Algunos días antes de que
la compañía saliera a Monterrey, al término de la temporada en Zacatecas, la
Peralta se entrevistó con Villalpando:
-Maestro,
¿conoce usted Jerez? ¿Cómo es? Me han contado mucho de esa ciudad, de su gente,
por eso es que me gustaría que me hablara de esa ciudad.
-Señora,
Jerez es un pueblo pequeño, una ciudad pintoresca y amable. Dicen que sus
vecinos son muy cultos y hospitalarios. A medio día de camino. Si quiere, la
puedo acompañar cuando usted lo disponga. Sé que tienen un teatro pequeño, pero
no lo han terminado, la sala está funcional, pero faltan las casas de
alojamiento de los artistas.
-¿Podemos
ir mañana mismo? El señor Cayetano Escobedo ha puesto a mi disposición su
carruaje.
-Será un
placer para mí acompañarla, junto con mi esposa Josefa, a quien le dará mucho
gusto poder conocerla personalmente. Pero habrá que salir antes de las cinco de
la mañana, porque el camino es largo y malo.
-A esa
hora estaremos ya saliendo hacia Jerez.
Así, en la madrugada del domingo 17 de septiembre
de 1882, un carruaje salió del Hotel Zacatecano (actual edificio del Obispado),
llevando en su interior a la diva, a Julián Montiel, a Villalpando y a su
esposa Josefa González. Poco después del mediodía ya estaban en la pequeña
villa, siendo recibidos por un grupo de personas encabezados por don Pedro
Cabrera, jefe político del lugar, avisados convenientemente de su llegada por
medio de un telegrama.
Los domingos en Jerez siempre parecían de fiesta,
porque los pobladores de los pueblos vecinos y rancherías acudían a vender sus
productos y a comprar lo necesario. Al caminar por las calles de la ciudad, la
Peralta se sintió maravillada por todo lo que vio, la provincia en todo su
esplendor.
El ruiseñor mexicano, al estar dentro del teatro,
cantó a capela fragmentos de “Lucía de Lamermmour” y quedando maravillada pues
los jerezanos afirmaban que la acústica del teatro era inmejorable. Su voz se
esparcía por los arcos de la sala, llenaba la bóveda y se escapaba y claramente
se podía oír hasta el jardín “Brilanti” convertido ese día en tianguis
dominical.
Sigilosamente, poco a poco fueron entrando al
espacio de luneta, azorados rancheros que se despojaban de su apiloncillado
sombrero y que atraídos por la melodiosa voz que se escuchaba y llenaba sus
sentidos, ingresaron al interior. Los ojos bien abiertos, con una expresión de
sorpresa y admiración, la quijada caída. Con una mano se alisaban el rebelde
cabello que desconocía la caricia del peine, y con la otra asían nerviosamente
el ancho sombrero que se habían quitado en señal de respeto. Las mujeres, veían
con ojos de ternura a la diva, y con lágrimas en los ojos mordían nerviosamente
las puntas de sus rebozos, como si cada acorde les llegara muy dentro y les
hiciera olvidar su pobreza, sus angustias, sus pesares.
Cuando la afamada soprano terminó de cantar, los
que estaban cerca de ella aplaudieron a rabiar y lanzaban gritos de júbilo, no
así los rancheros y gente del pueblo que estaban como hipnotizados.
-¡¡Aplaudan!!
¡¡Aplaudan!! –Los
conminaban los que estaban cerca de la diva- ¡¡Es Ángela Peralta!! ¡¡Aplaudan!!
Los espectadores, callados, con los ojos posados en la regordeta figura de la soprano no decían nada. Fue el mismo Pedro Cabrera, quien dirigiéndose a ellos les preguntó. –¿Por qué no aplauden? ¿Acaso no les ha gustado lo que han oído? ¡Jamás en su vida volverán a oír una angelical voz como ésta! ¡Es una falta de respeto no aplaudir!
Los espectadores, callados, con los ojos posados en la regordeta figura de la soprano no decían nada. Fue el mismo Pedro Cabrera, quien dirigiéndose a ellos les preguntó. –¿Por qué no aplauden? ¿Acaso no les ha gustado lo que han oído? ¡Jamás en su vida volverán a oír una angelical voz como ésta! ¡Es una falta de respeto no aplaudir!
Tímidamente, uno se animó a contestar, mientras
con el dorso de la mano se limpiaba de su rostro unas lágrimas que resbalaban
por sus mejillas.
-Tiene
usté razón, patrón. Nunca de los jamases volveremos a oír algo como lo que hoy
hemos oyido. Y por eso no aplaudimos, porque queremos llenarnos el alma de lo
que aquí acabamos de oyir. Si aplaudimos, a lo mejor se quiebra el encanto, se
quiebra el resplandor que ha dejado en nuestros corazones ese concierto de
ángeles que nos ha dado aquí, la siñora. Muy dentro nuestro, resuena como si
juera algo de cristal todo lo que oyimos, y ansina lo queremos dejar. Es como
si cada uno de nosotros se llevara un pedacito del cielo que con su voz nos da
a conocer esta siñora, que es más bien un ángel enviado por Diosito para
regalarnos esta alegría tan inmensa.
Angela Peralta se sintió emocionada por esas
palabras, y sonriendo dijo: -He cantado
en Europa, en sus mejores salas, en muchas ciudades de México, y siempre me han
ovacionado grandemente; reyes, emperadores, príncipes, presidentes y grandes
empresarios han aplaudido mi actuación, me han regalado flores, joyas,
sonrisas. Han puesto el mundo a mis pies. Pero este silencio, es el mejor
obsequio que he recibido en mi vida. Este silencio suyo me ha llegado al
corazón y lo llevaré por siempre como el mejor de los aplausos. Muchas gracias.
Las palabras se le quebraban, pero la diva
agradeció el silencioso aplauso y siguió cantando, pero se notaba que lo hacía
con más sentimiento, con más alegría. Fue un concierto espontáneo e inolvidable
ofrecido para quienes tuvieron la fortuna de estar en el teatro. Hombres y
mujeres se acercaban respetuosamente a besar la mano de la cantante. A don
Fernando Villalpando, al igual que otros de los que ahí estaban, se le
empañaron los redondos lentes, y cuando los limpiaba con un pañuelo, Ángela
Peralta, le preguntó:
-Maestro
Villalpando, ¿cree usted que podríamos hacer algo aquí? El teatro es pequeño,
pero me parece formidable. Tiene una sonoridad asombrosa. Me gustará cantar
aquí.
-Señora,
me dicen que este coliseo tiene capacidad para más de cuatrocientas personas,
pero como aquí la costumbre es que cada quien traiga su silla, se reduce a unas
trescientas. Además, no tiene foso para los músicos, por lo que tendríamos que
robar espacio al proscenio. Tendríamos que elegir obras en que no se necesite
de toda la compañía, sino de unas treinta personas a lo más. Aparte, no hay
transporte ni alojamiento. De ninguna manera sería redituable.
Don Pedro Cabrera, que escuchaba la plática
intervino, asegurando que para los jerezanos sería un honor tener el privilegio
de escuchar la voz de la Peralta. Que él ponía a su disposición los carros que
se necesitaran para trasladar a la compañía, instrumentos y vestuario, además
que no se preocuparan por el alojamiento, pues en los principales hogares
jerezanos serían hospedados.
El siguiente domingo, Jerez estaba de lujo, pues Ángela
Peralta y su compañía (adaptada para actuar en el teatro Hinojosa), iniciaban
una breve temporada. ”El Trovador” de Verdi, fue la principal obra que
interpretaría la soprano. En posteriores días complació a los jerezanos con “La
Traviata”, “Lucía de Lamermmour” y “Rigoletto”. Su director de concierto fue
Fernando Villalpando. No hubo función de beneficio, pero al abandonar la
ciudad, dicen que la artista lo hizo con lágrimas pues la recepción y
hospitalidad que le dieron en Jerez fue inolvidable. Inolvidable para una dama
acostumbrada a las mejores salas de teatro de Europa y a los más nutridos
aplausos.
EL NÍQUEL
Y LA BODA
La compañía de Ópera Italiana de la Peralta partió
a Monterrey, donde hizo una larga temporada; luego seguirían en su periplo a
Chihuahua, donde estuvieron en abril de 1883. A fines de agosto llegaron a
Mazatlán.
Juventino Rosas se salvó |
Como siempre, muy buenos relatos, Miguel.
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