-Hay que llevar estas cartas a Jerez, pero los
soldados de López tienen bien cuidados todos los caminos. –Dijo el jefe
mientras pasaba la mirada por entre los cristeros de su tropa que a sorbos
bebían el atole calientito y comían las gordas, también calientitas que doña
Pelancha les preparaba en ese perdido rancho de la sierra de Juanchorrey.
-A mí ni me vea, los agraristas de Rodarte ya me
tienen echado el ojo, si voy seguro que se pierden las cartas y me matan a mí.
No es por miedo, pero si las cartas son importantes de segurito caerían en
manos enemigas.
Nadie se animaba a hacer esa entrega epistolar,
Doña Pelancha mientras torteaba gordas se atrevió a decir: -Po’s si quere, yo
las llevo, al cabo ¿quen va a pensar que esta vieja gorda y fea lleva algo que
los soldados quisieran conocer? Écheme esas cartas y lo que haya qué entregar,
orita mismo me trepo en mi burrita y me voy con los carboneros pa’ que me hagan
compañía pa’ Jerez.
-Po’s es muy riesgoso lo que dice, porque a usté ya
también la train entre ojos. Pero po’s si quere ayudarnos, ai’tan las cartas.
Doña Pelancha para pronto preparó su burra, y antes
de treparse en ella, se echó las cartas al voluminoso seno. Uno que la estaba
viendo le dijo: -Oiga, no se eche las cartas entre las chichis porque si la
esculcan se las hayan, mejor escóndalas en el suadero de la burra.
-¿Y a poco crees que me voy a dejar que me metan
mano? ¡No! primero me matan que agarrarme mis carnes. Además, ya está muy
soba’o eso de echar cosas en los suaderos de los animales. Pero te voy a hacer
caso, las voy a llevar escondidas donde me dices.
De rato, la caravana de carboneros y doña Pelancha
venían ya por el rumbo el Huejote, cuando se encontraron a una columna de
agraristas. Para colmo, el jefe de ellos conocía a la gordera.
-¡Quihubo Pelancha! ¿Cómo le ha ido? ¿Qué le
cuentan los cristeros que seguido van a verla?
-No señor, no he visto a naiden, todo está
silencioso en la sierra.
-¡No se haga, pinchi vieja cabrona! –gritó el
agrarista, un tipo cacarizo y grandote. -¡Si todo mundo sabe que usté es la que
mantiene la revolución! Usté les da de tragar a los cristos en su casa, y si no
van usté se las lleva a donde anden. Usté les lleva parque y armas, cartas,
comida, dinero y hasta ropa. ¡A poco cree que somos sus pendejos!
-Mire, siñor autoridá agraria, si yo tuviera ese
poder que me dice, para mantener el mundo, no viviría en la sierra, entre los
coyotis y los animales, no andaría con estas garritas de ropa y traería
siquiera unas garritas de huaraches, no que siempre ando a pata pelona.
Y el agrarista siguió maltratando a la mujer,
amenazándola de muerte, diciéndole todo tipo de palabrotas, hasta que la hizo
enojar y ella también le contestó en el mismo tono.
-¡Viejo cacarizo hijo de la chingada! A mí no me
asusta con sus peladeces. Si me ha de matar, po’s jálele al gatillo. ¿O le
faltan güevos? Si le faltan le presto a esa gallinita búlica que traigo pa’ que
lo surta a diario. Y si me acusa de algo, po’s aquí ‘stoy pa’ que me compruebe
lo que me dice.
El jefe de las defensas, no acostumbrado a que
nadie le respondiera, hasta bufaba enfurecido, lo mismo que su caballo, que
también bufaba.
-¿Entonces no me va a matar? Haga pues el favor de
quitarse a la chingada, porque se nos hace tarde pa’ mercar cosas en Jerez y
entregar ese carboncito. Si astedes no tienen quihacer, no entretengan a los
que sí tenemos. Como se la pasan nomás de arguenudos criando nalga montados en
sus matalotes.
Y acicateando a su burrita, la Pelancha se integró
al grupo de carboneros que en la cercanía la esperaban expectantes, siguieron
su camino y ya por las cercanías del rancho La Joya sintieron un tropel. Eran
los agraristas que la vinieron a alcanzar.
Doña Pelancha se bajó de su burrita, agarró un
machete que traía, y blandiéndolo retó a los defensas. –Bueno, ¿Ahora que
chingada mosca les picó? ¡¿Ora qué queren? ¿Ora sí vienen con los tanates
suficientes pa’ matarme?
-¡Mira Pelancha! Ya estuvo bueno que nos hayas
sobajado tanto, Ora te vamos a esculcar pa’ que nos des lo que trais. Así que
tú dices, por las buenas o por las malas.
-¿Y quién va a empezar? ¿Tú? Primero vas y esculcas
a tu madre y luego vienes por mí. Y al primero que se arrime, ya sabe cómo le
va a ir. Serán muchos, pero con uno que me despanzurre, me sentiré contenta.
-Mira Pelancha, ya no nos maltrates tanto, a
nosotros nos mandan y tenemos que obedecer, así que tú sola desvístete pa’ ver
que no trais nada.
La mujer se quitó el sombrero ranchero sacudiéndolo
con fuerza sobre las piedras de un lienzo: “-Gorra jija de la chingada, ¿qué
les robates a estos pendejos?
-A ver, desfájese las naguas y la camisa y el
chongo.
-¡Piojos cabrones! ¡Despiértensen!- Dijo, mientras
se sacudió la ropa, la trenza y todo cuanto portaba en su cuerpo, sin que
cayera al suelo nada que la delatara. -¿Ya vieron que no traigo nada? Ora que
si me queren ver encuerada encuerada, po’s no se les va a hacer. Crio’que tengo
mis derechos y no serán güeyes como astedes los que me van a hacer esa
humillación.
Los agraristas, rascándose la cabeza, y sin musitar
siquiera un “asté perdone” se devolvieron por el rumbo de El Huejote. Los
carboneros esperaron a que doña Pelancha se acomodara y siguieron su camino
hacia Jerez. La burrita, como la dejó sin rienda, se había echado a correr, y
la encontraron hasta la acequia de la alameda de Jerez, muy contenta triscando
zacate.
De esa manera las cartas llegaron a su destino, a
una casa de la calle Reforma, allá por la plazuela, gracias a doña Pelancha que
no se las guardó donde pensaba y gracias a la burrita que corrió oportunamente
evitando que la esculcaran.
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