La calle Hidalgo de Jerez era
en aquellos años muy bulliciosa, pues ahí estaba la terminal donde llegaban los
camiones de los ranchos del sur de la región. Se distinguía entre todos los
armatostes viejos el camión amarillo canario con franjas negras de El Ahuichote. Los domingos
llegaba después de las diez, aunque podía llegar a las once, doce o una de la
tarde, y eso que comenzaba su travesía a las cuatro de la mañana, cuando
Antonio “Trácalas” Valdés lo echaba a andar y comenzaba a subir gente. Rancho
por rancho, potrero por potrero, puerta por puerta el vehículo se detenía para
ir subiendo al pasaje. Sin contar las frecuentes descomposturas que sufría el
viejo y sufrido camión.
Trácalas Valdés era
una persona muy simpática y se decía que en cada rancho tenía una mujer “y a todas las sube al camión y les trae su
mandado” –decían las viejas argüenderas y chismosas-. Afectado por el “mal
del pinto” o vitiligo se justificaba diciendo que lo había contraído “porque ordeñaba muchas vacas pintas”. Estaba
acostumbrado a reparar su camión “a la mexicana”, con alambres, trozos de
madera o lo que se encontrara a la mano, ya sea de día o de noche, aluzado con
la muy débil luz de cerillos o cigarros que algunos acomedidos y sabios
consejeros arrimaban siempre.
A las cuatro de la
tarde el camión salía de la calle Hidalgo. Alegremente pedorreaba cuando daba
vuelta a la calle del Santuario para agarrar camino y rodar por las brechas,
veredas y vericuetos, entre nopaleras, barrancos, arboledas y corrales. La hora
de salida era muy puntual, más siempre existía la incertidumbre de cuándo se
llegaría a su destino, pues el vehículo amarillo se podía descomponer en
cualquier parte porque de regreso llevaba el doble o triple de carga.
En su interior, la
gente iba apretujada en los asientos, llevando en su regazo la “rede” del
mandado, varias gallinas amarradas para reponer las que se comiera el coyote o
se robaran los vecinos, bolsas llenas de cacahuates o cañas cortadas. Los que
iban parados en el pasillo lo hacían muy agarrados de donde podían, pues del
piso del camión solo quedaban retazos. En la canastilla del techo iban los que
no consiguieron lugar abajo, revueltos entre cajas, rejas, muebles y todo tipo
de mercadería que las gentes de los ranchos compraban en Jerez. Eso sí: con su
sombrero de ala ancha listo para capotear y hacer frente a las ramas de
mezquites y huizaches que a cada paso del camión amenazaban a su pasaje.
EL
MEZQUITE SABROSO
En un potrero cercano
a La Estancia de los Berumen, ya cuando comenzaba a oscurecer, el vehículo
amarillo canario se negó a seguir ronroneando. “Trácalas” Valdés rápido se bajó
a abrirle la trompa a su camión, armado con una pavorosa llave inglesa que
desde siempre había sido su compañera en esas comunes faenas.
-“Los que van a La Estancia, váyanse caminando, yo les llevo
después su mandado”-,
gritó a su pasaje, pero no le creyeron –“Eh,
¿a poco? y ¿qué tal si se los lleva para sus hijitos? Nooo, mejor nos
esperamos, al cabo qué tanto se ha de tardar en arreglar el camión”.
Pero la descompostura
duró más tiempo. Trácalas se quitó la cachucha y se rascaba la cabeza, como si
con ello motivara a que su cerebro le diera una pronta solución. Luego de
golpear el motor de muchos modos, de aflojar y apretar tuercas, informó: “-Orita vengo, voy al Ahuichote por unas
piezas que necesito”. Y acompañado por un amigo se fue brincando cercas
para llegar más pronto a donde seguramente tendría algún fierro que le sirviera
para volver a echar a andar el camioncito.
Dos compadres –cuyos
nombres me reservo porque así me lo pidieron- decidieron ir a “hacer del
cuerpo”, aprovechando la oscuridad y que el chofer se tardaría buen rato, pero
por decoro se fueron donde había un grupo de mezquites y ahí, cada quien oculto
en diferente y alejado árbol, en cuclillas hicieron lo que el hombre hace solo.
Uno de ellos, al terminar, buscó una piedra para asearse convenientemente, y al
tomarla vio a su lado un mezquite frondoso, lleno de vainas que brillaban con
la lánguida luz que ofrecía la luna.
-“Estos mezquites han de estar bien jugositos. Orita me corto
unos”- pensó
poniendo manos a la acción. Pero el árbol, aunque frondoso estaba alto. Para su
buena suerte, al tantear sintió como una caja de madera y se trepó en ella.
Cortó todos los frutos que pudo de las ramas más accesibles y se los guardó en
la chamarra y bolsas del pantalón, devolviéndose alegremente y con un chiflido
se reunió con el compadre.
-“Oiga compadre, ¿qué? ¿ya masca chicles o qué?, convídeme
¿no?”
-“No compadre, no es chicle, mire ahí donde fuimos me encontré
un mezquite con muchos mezquites. Están bien jugositos. Si quiere vamos pa’ que
corte tantitos”.
-“Pos’ vamos, alcabo Trácalas apenas ha de ir llegando al
Ahuichote”.
Llegados ante el
árbol, el compadre vio que efectivamente se veía muy cargado de mezquites, pero
las ramas estaban altas, por lo que preguntó al otro: -“¿Y cómo le hizo pa’ cortarlos? ¿cómo se trepó al mezquite?”. –“Pos’
ahí hay como un cajón de madera, búsquelo y súbase en él pa’ que alcance las
ramas”. –“No compadre, ya le di vuelta al mezquite y no hay ningún cajón”.
–“Pos’ si yo me acabo de trepar, ni modo que alguien lo haiga quitado tan
pronto”.
Los compadres le
dieron vuelta al mezquite y no encontraron rastros del cajón. Iluminándose con
cerillos y pateando la tierra, encontraron dos moneditas de oro. –“Mire compadre, mejor vámonos, esto me da
miedo”. “Sí compadre, mejor vámonos y mañana temprano, con la luz del día
venimos a ver qué hay. Pero no se le olvide dónde está y cuál es el mezquite”.
Sin decir nada, se
reunieron con todos los pasajeros, que molestos por la tardanza de Trácalas se
dedicaban a hacer trizas su vida personal. Pasada la medianoche el chofer
regresó y con unos fierros viejos que llevaba hizo funcionar el camión,
repartiendo luego a pasajeros y mercancías en sus respectivos hogares.
Armados con pico y
pala los dos compadres desde muy temprano regresaron y se pusieron a excavar
donde encontraran por la noche las dos monedas. –“Si yo me subí a la caja de madera a cortar los mezquites, ¿cómo es
que luego ya no estaba?”.
-“Pos’ a lo mejor la caja estaba llena de dinero y cómo usté
la despreció, se desapareció. Eso ha de haber sido. O a lo mejor nos equivocamos
de mezquite”. –“No compadre, éste era el árbol, y si lo duda mire, ahí está en
ese otro mezquite mi caca de ayer y la piedra con que me limpié”. Los compadres escarbaron y
escarbaron, hasta topar con tepetate y no encontraron nada, solo las dos
monedas que en la noche hallaron.
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