Las hordas villistas que se enseñorearon de Jerez durante la revolución
solo causaron que se acabara el pequeño comercio e industria familiar que aquí
había, que emigraran los que pudieron, que murieran los que no pudieron huir.
Los villistas que se alternaban en el poder solo querían sentirse poderosos y
hacerse de ranchos, casas y de dinero. No les importaba el bienestar de los
jerezanos, así que las epidemias se sucedían unas a otras.
En elegantes fincas los soldados hacían sus cuarteles; costales y
costales de maíz eran tirados en las banquetas para que comieran los caballos,
pero era más el que pisoteaban y desperdiciaban. En una ocasión, el cabecilla
Dionisio García ordenó a sus hombres que les dieran maíz a los caballos en
frente del mesón de San Luis. Y pa’ pronto sacaron varios costales de ixtle
llenos de maíz y los tiraron en la calle. Un anciano se le acercó al jefe
villista. –“Señor don Nicho, perdóneme mis palabras. Pero no desperdicie el
alimento. Ora verá que se nos va a venir un hambre, que Dios nos tenga de su
santa mano”.
El cabecilla se burló del viejito y dándole un fuetazo lo tiró al suelo
ordenando a sus hombres que le dieran de tragar maíz al viejito. –“Señor, no
puedo, ya no tengo dientes. Por vida de su santa madre no me haga esta
humillación”. Riéndose, los villistas hicieron que tragara el grano sin
importarles las lágrimas de impotencia del anciano, el cual fue asesinado luego
a balazos y su cuerpo quedó ahí, coloreando de rojo el maíz que en grandes
cantidades tiraron por la calle de San Luis.
Y como dijera el anciano, en 1916 el fantasma del hambre se unió a los
demás fantasmas creados en los años de lucha y comenzó a hacer de las suyas.
Además los soldados de cualquier bando acababan con cuanto animal encontraban
en su camino, sin imaginar que ellos serían también los afectados. No se
conseguía nada, aparte de que los billetes valían un día y al siguiente no. Las
monedas de plata eran las más estables. Una medida de maíz (5 litros) valía en
plata un peso y en papel de 20 para arriba. Los revolucionarios jerezanos no se
quedaron atrás y don Justo Ávila emitió su moneda: unos cartones con valor de
cincuenta y veinte centavos, a los que el vulgo dio en llamar “las palomas del
tío Justo”.
En los primeros meses el maíz y el fríjol comenzaron a escasear, las
antaño señoriales mansiones se encontraban convertidas en cuarteles, sus
lujosas salas y salones servían para apacentar la caballada. Los ricos
comerciantes habían emigrado, otros con menos suerte, eran muertos ante la
ambición de algún jefe pseudo revolucionario (como Nicho García o Daniel
Vanegas quien festejó su cumpleaños con una gran matanza). Los ranchos estaban deshabitados,
pues sus moradores se vinieron a Jerez con la esperanza de encontrar más medios
de sustento y algo de protección. La agricultura no existía, porque quien
quisiera sembrar tendría que contar con protección militar, cosa imposible. El
gobierno estatal no pudo enviar apoyos a Jerez, sufriendo un saqueo desde el
viernes de dolores (14 de abril) por parte de Sabino Salas, Dionisio García,
Justo Ávila y su gente. En ese lapso (22 días), lujosos muebles fueron
convertidos en leña, antiguos libros y documentos quemados. En los últimos días
de ese mes comenzaron a caer las primeras víctimas de la hambruna.
Restablecido el gobierno, se trataron de poner en práctica medidas de
salubridad sin éxito. Los primeros días, en el Registro Civil tomaban nota de
tres a cuatro decesos, mismos que fueron aumentando hasta treinta y cinco
diarios en el mes de octubre. Nadie estaba a salvo (el mismo personal de la Jefatura
fue suplido varias veces, pues también sufrían los efectos de hambre).
Sentados bajo los portales y en los jardines, muchos indigentes
esperaban alguna ayuda que nunca les llegó. Ahí acuclillados morían. Por
doquier eran encontrados cadáveres en caminos, mesones, plazas, calles, etc.,
diariamente en dos carretones se recogían los cuerpos que se encontraban en la
vía pública y en grandes fosas del panteón de Dolores y de la Soledad eran
echados, cubriéndolos solo con una delgada capa de cal.
Niños de tierna edad se pasaban el día recogiendo cáscaras para darles
la segunda pasada. Las cáscaras de tuna eran roídas hasta quitarle todo lo
comible. Dicen que en ese entonces se inventaron las máquinas de tortear,
porque donde se oía el palmoteo se juntaba la gente a pedir un taquito. No
faltó quien hubiera que denunciara donde tenían maíz y entonces por la fuerza
lo sacaban y seguía el saqueo. También hubo familias que repartían lo poco que
tenían para aliviar en algo la necesidad de los jerezanos, tal es el caso de
las hermanas Mier, Conchita y Virginita, en cuya casa (en la calle del Espejo)
se repartía comida todos los días. Grandes filas de pedigüeños se formaban en
las afueras de su casa, hasta que salía Dimas (así se llamaba el cocinero) y
les daba su ración.
Según anotaciones existentes en los archivos del Registro Civil, el
noventa por ciento de quienes murieron ese año fueron víctimas de “diarrea”,
fiebre intestinal, dolor de costado o hidropesía (no había quien extendiera
certificados de defunción indicando las causas reales de las muertes). Pero las
actas que más tristeza da ver, son las que especifica que la causa de la muerte
era “por hambre”.
Nopales, mezquites y magueyes contribuyeron a alimentar a los pocos
jerezanos que habían resistido durante mas de tres meses los estragos de la
falta de comestibles, de la insalubridad, de la pobreza y de la inseguridad.
Los cueros de cananas, huaraches y zapatos eran convertidos en “apetitosas”
sopas que al menos servían para “traer algo calientito en la panza”. De la
hacienda de Malpaso enviaban mezcal (cabezas de maguey tatemado), que también
servían como alimento.
La ciudad estaba lánguida, muchas de sus fincas completamente derruídas
(como la Jefatura Política), algunos de sus edificios dañados por las balas,
los emplomados barandales deshechos por el efecto de los cañonazos. Pequeñas
casas también se reducían a escombros ante el abandono de sus habitantes
muertos quizá. Muchos ranchos desaparecieron, así como quienes los moraban.
Aproximadamente en la región de Jerez, más de nueve
mil personas murieron en 1916, victimas del hambre, la peste o cayeron abatidos
a balazos. López Velarde entonces escribió:
“…Mejor será no regresar al pueblo,
al edén subvertido que se calla
en la mutilación de la metralla.
Hasta los fresnos mancos,
los dignatarios de cúpula oronda,
han de rodar las quejas de la torre
acribillada en los vientos de fronda.
Y la fusilería grabó en la cal
de todas las paredes
de la aldea espectral,
negros y aciagos mapas,
porque en ellos leyese el hijo pródigo
al volver a su umbral
en un anochecer de maleficio,
a la luz de petróleo de una mecha
su esperanza deshecha….”
al edén subvertido que se calla
en la mutilación de la metralla.
Hasta los fresnos mancos,
los dignatarios de cúpula oronda,
han de rodar las quejas de la torre
acribillada en los vientos de fronda.
Y la fusilería grabó en la cal
de todas las paredes
de la aldea espectral,
negros y aciagos mapas,
porque en ellos leyese el hijo pródigo
al volver a su umbral
en un anochecer de maleficio,
a la luz de petróleo de una mecha
su esperanza deshecha….”
Ramón
López Velarde