Don José Antonio Muñoz
Rodríguez, jerezano de nacimiento y abolengo, ha ofrecido a quienes deseen
conocer algo sobre tradiciones e historia de Jerez, entretenidas narraciones en
el libro de su autoría “Jerez, su pasado
y su gente”, obra que no ha sido muy divulgada en la región, a pesar de que
contiene datos muy significativos de nuestra región en la primera mitad del
siglo XX.
El nació allá a fines de los años veinte del siglo pasado y hace poco vino a visitarme, a conocerme y además
a obsequiarme muchos apuntes inéditos de los que me dijo no quería que
murieran, que los diera a conocer, que los enriqueciera, que los fortaleciera
para bien de quienes les gusta añorar el pasado de nuestra tierra. En sus años
de infancia, su familia vivió por la calle Independencia, muy cerca del cuartel
de los soldados y cerca también de la entonces derruída y abandonada capilla
Del Diezmo. Sus papás fueron don Nicolás Muñoz y la Sra. Ma. Guadalupe Rodríguez, sus hermanos Nicolás, Isidro, David, José Luis y Javier.
De esos apuntes,
entresaco este relato, que trae nostalgias, reminiscencias y hasta su toque
dramático, pero verídico.
El jardín de los soldados o plazuela del Diezmo, sentado en el redondel de la fuente, un soldado y otro de espaldas. |
“El jardín del Diezmo, que también era conocido como el
jardincito de los soldados y que actualmente se conoce como Jardín Juárez,
tenía ocho accesos que desembocaban a una fuente que alguna vez funcionó, pero
que entonces se encontraba deteriorada y rota, en su redondel se podía leer “32
Regimiento de Caballería” y unas calaveras, todo formado con huesos que alguien
tuvo la curiosidad de acomodar, mirándose muy original y no faltaba quien
asegurara que eran huesos humanos. Yo por mi edad, no lo dudaba, y más porque
en el cuartel llegaron a fusilar prisioneros y creía firmemente que esos huesos
eran de los fusilados.
Cada acceso del jardín estaba custodiado por dos enormes y
frondosos fresnos, habiendo en su interior pinos, truenos, naranjos, dos
zapotes, cuatro manzanos, dos capulines y dos duraznos. La fruta que producían
era de exquisito sabor y dulzor, por lo que todos los muchachos del barrio
teníamos plenamente identificados los tiempos en que las diversas frutas
maduraban, y muy de madrugada (para que los demás niños no nos la ganaran)
cortábamos la fruta que sabíamos que estaba “a punto”. Por las noches, toda la
chiquillería del barrio salíamos a jugar, pues el espacio era ideal para
hacerlo, además que nos atraía el olor de los taquitos dorados y del rico
pozole que preparaba y vendía una señora que se llamaba Juana Arriaga, a la que
casi siempre le quedábamos a deber lo que consumíamos, pero de todos modos nos
fiaba.
En este lugar estaba el Hospital de San Juan de Dios, de los Sánchez Castellanos, convertido luego en cuartel y actualmente es el Jardín de Niños "Juan Pavlov". |
Los soldados del 32 regimiento traían banda de música y de
guerra por lo que cada mañana hacían escoleta en el jardín, frente al cuartel,
pero ya el vecindario estaba acostumbrado a esa escoleta y a los distintos
toques de corneta que se repetían por todo el día y parte de la noche.
Los militares, casi siempre que salían a hacer recorridos traían animales que convertían en mascotas. En el monte capturaban águilas reales, halcones, gatos monteses, coyotes, y en una ocasión trajeron un lobo. El tiempo que el lobo estuvo en el cuartel fue mi despertador, porque todos los días a las seis de la mañana daba el primer aullido y el último a las diez de la noche.
Los militares, casi siempre que salían a hacer recorridos traían animales que convertían en mascotas. En el monte capturaban águilas reales, halcones, gatos monteses, coyotes, y en una ocasión trajeron un lobo. El tiempo que el lobo estuvo en el cuartel fue mi despertador, porque todos los días a las seis de la mañana daba el primer aullido y el último a las diez de la noche.
Diariamente, desde muy temprano sacaban al lobo al jardín y
lo metían a las seis o siete de la tarde. Lo sujetaban con una gruesa cadena a
un árbol y ahí le daban de comer y beber. Devoraba carne de burro y de caballo
que los soldados le compraban. En el lugar donde estaba el lobo, poca gente se
atrevía a pasar, temerosa de que el animal se les fuera a soltar, aparte de que
los huesos pelones, la sangre seca y los excrementos del lobo daban un pésimo
aspecto y un pestilente aroma.
Tendría yo unos trece años de edad cuando sucedió lo que
narro. Una noche como a las nueve de la noche, los muchachos del barrio
jugábamos en el jardín. José Luis “el güero” me iba persiguiendo a toda
carrera, y al pasar por donde acostumbraban amarrar al lobo, de repente oí el
ruido de la cadena del animal, que ese día se les había olvidado, y sentí una
negra sombra que se abalanzaba hacia mí. Escuché el grito despavorido de mi
amigo “el güero” que me alertaba tardíamente sobre la presencia del lobo.
Por instinto, o tal vez porque todavía no me tocaba-, di un
gran salto al lado contrario de donde estaba la fiera, librándome por poco que
me atrapara. Sí sentí los colmillos que resbalaron en mi pantalón nuevo de
mezclilla que andaba estrenando. Y al voltear vi al “güero” paralizado por la
impresión recibida y es que él sí captó en todo su realismo el peligro en el
que estuve. Los soldados al oír el ruido de la cadena, el rugido del lobo y el
grito de mi amigo, corrieron hacia nosotros espantados. Yo estaba en el suelo,
con un raspón en la rodilla que me había hecho con un árbol. Al ver ellos que
no había pasado nada serio, inmediatamente se llevaron al lobo. Cuando
comprendí el peligro en que estuve, me puse a llorar mientras me sobaba la
rodilla y “el güero” me miraba azorado sin decirme nada. A los pocos minutos se
oyó un estruendo de bala que venía del interior del cuartel. Mi amigo y yo nos
miramos, como presintiendo lo sucedido. Efectivamente, al día siguiente vimos
un lobo muerto en uno de los muladares que bajaban al río grande.
Cabe decir que mi madre se mostró cariñosa y comprensiva al
saber lo que me había ocurrido y no me regañó por el maltrato del pantalón de
mezclilla que apenas andaba estrenando”.
Hay que mencionar a don Isidro Muñoz, hermano de José Antonio, quien fue fundador de la Peña Taurina, así como promotor de la Pamplonada. La primera de estas fiestas se llevó a cabo en las calles del centro histórico de Jerez en 1999.