Luego
de que Jerez sufriera grandemente por los desmanes de la revolución, todavía en
1919 la región estaba infestada de
gavillas de bandidos que por donde quiera hacían de las suyas. Uno de sus
puntos favoritos era la mesa cercana a la ranchería de Lo de Luna, por donde
pasaba el camino real a Zacatecas. El Noveno Regimiento que protegía a la
población jerezana, tenía en esa ranchería un destacamento al mando del
subteniente Sierra. Esta fuerza militar hacía rondas constantes por todo el
rumbo, pero eso no amilanaba a los bandoleros, que se las ingeniaban para robar
y asesinar a los viandantes y era tanta su temeridad que se enfrentaban al
ejército.
El
24 de diciembre de ese año (1919), fue una jornada muy fatídica para el
destacamento del subteniente Sierra, pues tuvieron que enfrentarse a una
numerosa gavilla de bandoleros en la mesa contigua a Lo de Luna. En la lucha
fallecieron el sargento J. Jesús Cruz, el cabo Froilán Galindo, así como los
soldados Antonio Regis Ledesma, Pedro Ramírez, Quirino Salazar, y Andrés,
Epigmenio y Joaquín de los que se ignora su apellido. Además de otros que
heridos tuvieron que ser trasladados a Jerez. Los militares fallecidos fueron
sepultados en el panteón de Lo de Luna, en una fosa grande. El agente
municipal, que era Daniel Ortiz se aprestaba para venir a Jerez a dar parte de
lo ocurrido, pero el subteniente Sierra que venía con los pocos soldados que le
quedaron resguardando a los heridos le dijo que no era necesario, que él lo
haría. Tal vez se le olvidó pues hasta un año después las autoridades jerezanas
conocieron de ese hecho.
Muchos
de los soldados, que eran gente del pueblo, arrancada de su lugar de origen por
la leva, traían tras de sí a sus mujeres e hijos, como Antonio Regis, que era
acompañado por su fiel soldadera, la misma que cuando murió lloró lágrimas
amargas por el amor que le tenía, por el incierto destino que le esperaba a
ella y a un niño de brazos. Sola, en un lugar desconocido, casi desértico, sin
nadie que se compadeciera de ella. Tocó puertas, en todo el rancho y solo una
viejecita se acomidió a darle cobijo y abrigo. La soldadera trató de agradecer
y le ayudaba en sus labores a la viejecita, que compartía sus parcas posesiones
con ella.
La
viuda de Regis, a pesar de todo, quería volver a su lugar de origen, con su
gente, -dicen que era de tierras michoacanas-, y se acomedía a realizar
cualquier trabajo que poco a poco le asignaban los vecinos de Lo de Luna.
Ahorraba todo lo que podía con la esperanza de ir a Jerez a buscar información
sobre la manera de volver a su tierra.
El
domingo de Ramos de 1921, le encargó mucho su pequeño hijo a la viejecita que
la había acogido, mientras ella iba a Jerez. Desde muy temprano, caminando,
descalza, con alegría pensaba que pronto volvería con los suyos.
A
su protectora le había prometido que le compraría en Jerez telas, hilos y si se
podía hasta una escoba decente para barrer bien los pisos de tierra, pues solo
usaban de esas de popotillo que las obligaba a barrer encorvadas.
Pero…
no se supo por muchos días de la mujer. La viejecita creía que a lo mejor se
había ido para su tierra dejándole el niño, y como ella no lo podía mantener,
lo envió con el agente Daniel Ortiz a Jerez, para que preguntara qué había
pasado con la madre y de paso le buscara un hogar al infante.
Ortiz,
en Jerez, anduvo preguntando pero nadie le daba razón. Hasta que platicando con
Pascual Félix, que era Juez de Letras, este recordó un hecho acontecido días
antes…
El
domingo de Feria, el 27 de marzo, Eulogio Espinoza se había presentado ante el
presidente de Jerez que era el comerciante J. Merced Juárez (tenía sus
abarrotes donde ahora es el Carta Blanca), para reportarle que en el camino que
va a Zacatecas, tirada bajo un mezquite, había una mujer que tenía ya varios
días muerta.
Don Merced mandó hacer lo que se hace en esos
casos, recoger el cadáver y llevarlo al descanso del panteón, lugar donde el
práctico Jesús Juárez le hizo el reconocimiento. Concluyeron que la mujer se
había protegido de la tormenta que hubo el miércoles 23, pero que un rayo la
había fulminado.
Nadie
supo su nombre, no hubo quien la conociera. Ella era de cuerpo regular, color
trigueño, pelo y cejas negras; frente, nariz y boca regular. Vestía saco
blanco, enaguas negras con pinturas blancas, descalza… Y, traía una escoba y un
quimilito con varios objetos. Como nadie la reclamó, fue inhumada en una fosa
común en el panteón de la Soledad.
Daniel
Ortiz dejó el niño a cargo de don Merced Juárez, quien lo llevó a una de las
casonas de la calle del espejo, donde luego era conocido como “Toñito el de
Regis”. Después, no se sabe qué pasó con él…