Cuentan
que a mediados del siglo XVIII, había llegado desde la villa de Guar, en el
reino de Galicia, el castellano Matías Correa Troncoso y Sotomayor. Se avecindó
en Jerez y contrajo nupcias con Josefina Carrillo Dávila y luego con Margarita
Sánchez Castellanos. Entre sus propiedades estaba una estancia ganadera llamada
“San Joaquín del buen retiro” allá por la sierra de Los Cardos (algunos güeyes
que se creen guías de turistas o encargados de turismo le llaman de manera incorrecta
“sierra de Cardos”) y algunas céntricas casonas en la villa de Jerez. En “el
buen retiro” criaba ganado vacuno en grandes cantidades que luego vendía a la
ciudad de México, con lo que se había hecho de un capital considerable.
Su
cuñado, Joseph Antonio Arias de la Peña era el encargado de llevar las cuentas.
Vivían en una casa en el barrio “del oro” que colindaba al oriente con la
espalda de la parroquia, plazuela “de la parroquia” de por medio. Antonio Arias
estaba casado con Isabel Correa y Troncoso. Tuvieron una hija que mandaron a
Guadalajara, a que estudiara en el colegio de San Diego de Alcalá: María
Francisca Arias y Correa. Al morir sus padres, la doncella le dio poder al
sacerdote Pedro Carrillo Dávila (descendiente del fundador de Jerez) para que
vendiera esa finca, pues ella nunca la ocuparía.
Varios
fueron los interesados en adquirirla, porque suponían que en algún lugar de la
casona encontrarían bien resguardado todo el dinero producto de la venta de
animales que por muchos años hiciera don Matías Correa, que además fue alguacil
perpetuo. En enero de 1845, don Antonio Lavat vendió en 4 mil 500 pesos esa
casa al cura Juan José Orellana. Sus colindancias eran: al oriente con la
espalda de la parroquia, plazuela de por medio, por el sur con propiedad de
doña Juliana Díaz, don Jacinto Dávila y con parte de la de don José María de la
Campa y Llamas, callejón de por medio (calle de la Aurora); por el norte con la
casa de la fábrica del Santísimo Sacramento y con herederos de Juan Bautista de
la Torre. Por el poniente con una escuela y con la cochera de don José Manuel
Amozurrutia.
La
casa tenía zaguán, sala, dos recámaras, comedor, despensa, cocina, cuatro
cuartos en el patio el cual tiene un corredor por los cuatro vientos, un
corralito con pozo y lavaderos, tienda y trastienda, un pasadizo, un corral
grande con puertas falsas, lugares comunes, una troje que tiene unida a la
parte sur, una tienda con dos puertas al callejón que va de la parroquia al
santuario y un corral chico con una caballeriza y un pajar.
A
fines de noviembre de 1856, el sacerdote Orellana vende la casa a don Hilario
Llamas, quien once años atrás había comprado la hacienda de Santa Fé. A don
Hilario mucho le platicaron del entierro que posiblemente hubiera hecho don
Antonio Arias, buscado infructuosamente por don Antonio Lavat y por el mismo
cura anterior poseedor de la casona.
Don
Hilario decidió reconstruir la finca, pues estaba en muy mal estado por todo el
escarbadero que habían hecho quienes buscaban el mítico tesoro. Las crónicas
refieren que al tumbar la casona, resultó el entierrito, por eso es que la pudo
hacer de dos pisos y con portalería al frente. Además, hizo locales para una
tienda llamada “Los Pichones” cuyo frente daba a la calle de la Aurora. “Las
Palomas” era un gran comercio situado en la esquina sur del portal. Muy bien
surtido y al parecer era la principal, pues tenía armazón y trastienda. Junto
estaba un amasijo, un harinero y una pieza del horno, por lo que suponemos
también contaban con panadería. Y en el extremo norte del portal estaba otra
tienda llamada “La Activa”. Hay que recordar que en esos tiempos, en cualquier
comercio de este tipo se podía encontrar de todo, desde clavos para herraduras,
sillas de montar, vino, frijol, maíz, etc.
Don Hilario murió el 26 de Febrero de 1879, y a
pesar de que vivía atrás de la Parroquia, sus honras fúnebres fueron realizadas
en el Santuario de la Soledad por los sacerdotes Andrés Vicente López, Gabino
Bernal y Francisco Bañuelos, con licencia del Cura que celebrara la Misa en el
portal veinte años antes, don Eufemio Astey.
La propiedad se mantuvo firme, bajo la mano férrea
de su viuda, doña Ana de Valdez, y el emporio comercial creció más cuando a
principios de 1892 es demolido el viejo edificio que servía como escuela y se
abrió una calle que comunicaría la Plaza Tacuba con el Santuario afectando una
casa que fuera antaño de la Fábrica del Santísimo Sacramento y parte de la
cochera de los Amozurrutia. Entonces se amplían los comercios que benefician a
la familia Llamas: Una tienda con armazón en la esquina de la calle Nueva, con
su respectiva trastienda, además de tres cuartos con vista a esa calle, en uno
de ellos se encontraba la botica “La Tienda” también de la familia Llamas.
Después, por cosas de herencias, la finca se dividiría en dos partes, como se
encuentra actualmente.
Cuentan que quienes pasaban a deshoras de la noche
por la calle de la Aurora se encontraban una espeluznante aparición que con voz
infrahumana los invitaba a seguirlos para decirles dónde estaba un gran tesoro
enterrado. Nadie en su sano juicio se atrevería a andar en pos de ese espantoso
ente. Se aseguraba que “muy cerca del
brocal norte del pozo y debajo de las escaleras hay una gran fortuna, en
monedas de oro muy antiguas, así como joyas de antes de la revolución” (Se
refiere a la revolución de independencia).
Dicen que el fantasma dejó de aparecer una noche en
que un envalentonado jerezano que pasaba por la callecita, al estremecerse con
los lamentos del ánima y oír que con voz lúgubre lo conminaba a seguirlo,
llamándolo por su nombre, reaccionó rápidamente sacando su pistola y tirando
dos balazos al aire.
“¡No seas cabrón ni cobarde,
no me mates, por favor,
te lo pido por tu madre,
no le causes gran dolor!”
“Guarda en tus ropas la fusca,
que el diablo sabe cargar
yo soy quien en las noches busca
alguien a quien pueda amar…”
Entonces, el fantasma no era tan fantasma, sería
una ánima alocada como el “ánima de Sayula”…