Primera Parte
Los
pasajeros de la diligencia que partiría del mesón de Jobito en Zacatecas hacia
Jerez, estaban desesperados porque ya eran casi las cinco de la mañana y su
transporte no salía.
-¡Cochero!
¿Qué pasa que no salimos? ¡Ya casi sale el sol y no acaba de acariciar sus
animales!
-Dispense
usté su mercé, pero es que como va la diligencia llena y un hijo de la chingada
lleva dos baúles bien pesados como si estuvieran llenos de piedras, tuvimos que
cambiar el tronco, en lugar de caballos llevaremos mulas pa’ que aguanten el
tirón siquiera hasta Las Cocinas. Y hay que enjaecear bien a las mulas pa’ que
tironeen parejo.
-Po´s
ese hijo de la chingada al que te refieres soy yo. Y pobre de ti, arriero, de
que algo les pase a mis baúles.
-No
les pasará nada su mercé, van bien amarrados, uno atrás con la cuera y el otro
abajo del pescante, onque yo opino que mejor debería rentar un guayín de cuatro
ruedas pa’ llevar sus petacas, porque son mucho peso pa’ la diligencia.
-Po’s
ora te friegas, porque ya pagué su transporte y el mío y me las vas a entregar
en Jerez, limpiecitas, nada les debe pasar. ¿Oíste?
-Si
patrón, pero eso va a estar bien cabrón, si hasta usté se va a llenar del polvo
del camino, contimás esos pesados baúles que van afuera. Y ya trépese, que en
un momentito salimos.
Momentos
después, la tranquilidad de la calle de Tacuba era herida por el insoportable
ruidajo que hacían las ruedas de la diligencia al chocar con el empedrado y los
gritos del cochero que animaba a las ocho mulas que tiraban del carruaje. El
corredor, que iba adelante del vehículo excitaba también a gritos a los
animales para que no pararan de trotar. En esa ocasión, tuvo que ser cambiado
el tronco de la diligencia de la flamante compañía “Sánchez Castellanos” porque
llevaba 13 pasajeros: 6 acomodados en el interior, 4 sobre el techo, el cochero
y su ayudante en el pescante, además del “corredor” que en ratos se trepaba a
los estribos para descansar. Y por si fuera poco llevaba las valijas del
correo, que entonces eran muchas y voluminosas, además del equipaje y carga muy
pesada, entre la que estaban los dos pesados baúles de don Lorenzo Escobedo que
pretendía establecerse en la región de sus antepasados, allá por Monte
Escobedo, y que cuidaba celosamente su equipaje, como si llevara algo muy
valioso.
-¡Mulas
hijas de la chingada, muévanse cabronas! ¡Orale méndigas, muevan esas chingadas
patas! ¡Erria! ¡Pinchis bestias, muévanse! ¡arre! ¡Parece que no tragaron
desgraciadas!-. Y así, entre gritos, maldiciones y latigazos, la diligencia
había agarrado camino a Jerez por el rumbo de la hacienda de Cieneguilla.
-¡Eh
cochero! ¡Recuerde que dentro de la diligencia van tres damas! ¡No sea tan hocicón!
¡Modere su vocabulario!- gritó uno desde el interior del carruaje.
-¡Mire
catrincito! Véngase al pescante pa’ que les rece unos padresnuestros y unas
avesmarías a los animales pa’ ver si los mueve! ¡Y si no le gusta bájese a la
chingada o tápese las orejas con cera o con lo que pueda pa’ que no me oiga!
¡Yo les grito a mis mulas, no a usté, así que no se dé por aludido!- Y luego de
la aclaración, siguió el concierto de maldiciones que parecía disfrutaban a
plenitud los animales, que hasta paraban más las orejas para escuchar con
claridad todos los adjetivos que a gritos les dirigía el cochero.
Las
grandes ruedas de madera, cubiertas con gruesos cinchos de hierro chocaban continuamente
contra las piedras del mal formado camino, y al pasar por los múltiples
hoyancos se movían hacia los lados como si quisieran salirse de los ejes. Los pasajeros
del interior soportaban estoicamente todos esos bruscos movimientos y hasta
aprovechaban para despedir atoradas flatulencias de acuerdo con el ritmo y
ruido del carruaje. Las mujeres se tapaban la nariz con un pañuelo, como si con
ello pretendieran tapar la entrada de polvo o malos olores, y sonreían
levemente cada que escuchaban las gruesas interjecciones del cochero.
Quienes
viajaban en el techo del vehículo, pasajeros de segunda, iban felices con las
piernas colgando al aire, y pasándose la botella de aguardiente que uno de
ellos precavidamente había llevado, celebrando con estruendosas carcajadas los
nominativos dados a las mulas para que siguieran su trote.
El
ayudante, agarraba las riendas de la diligencia cada que el cochero escanciaba
de su pachita de cuero (una especie de anforita). Tenía a su cargo la palanca
del freno que usaba cuando el camino estaba muy sinuoso, muy pedregoso o los
animales tomaban gran velocidad.
El
corredor, le daba sombrerazos a las mulas guía cada que podía, a la vez que las
llenaba también de cariñosos adjetivos. Sus gastados guaraches de tres correas
sonaban a cada zancada que daba como si pisara sapos. Acostumbrado a esas andanzas corría delante de
la diligencia para ir revisando el camino, y se devolvía para informar el
estado del mismo, y corría delante de las bestias para que no pararan.
Ya
llevaban como cuatro horas de recorrido, cuando el cochero paró por completo el
carruaje, bajándose del pescante y revisando las ruedas.
-¡Y
ora! ¿Qué pasa cochero? ¿Por qué para?- preguntaron. Y el cochero rascándose la
cabeza contestó, mientras revisaba una de las ruedas traseras:
-Po’s
una rueda ya se dañó. Se le han quebra’o varios rayos. No aguantó el peso.
-¿Y
a poco nos vamos a quedar aquí? ¿Qué vamos a hacer? ¿No podemos seguir aunque
sea al pasito?
El
cochero, ya dirigiéndose a todos, haciendo altavoz con las manos, gritó: -¡Una
rueda del carro se ha dañado! El corredor va a ir a Malpaso que está aquí
abajito, para el sur, poco menos de media legua pa’ traerse al carpintero de la
hacienda. No se va a tardar mucho, así que los que queran destullirse las
patas, bájense. Y los que queran almorzar, váyanse caminando hasta aquel
ranchito. En “Las Cocinas” hay gallina asada, leche recién salida de la vaca,
huevos y quen quite hasta frijolitos.
-¡Oiga!
¿Y también venden guachicol? Po’s ya se nos acabó el que trayíamos.
-Sí,
sí hay. Pero a escondiditas lo venden. Nomás pregunten por doña Pascasia y
cuando la encuentren le dicen que van de parte mía.
La
mayoría de los pasajeros decidieron caminar a Las Cocinas, no así don Lorenzo
que se quedó a cuidar sus dos baúles. De mucho rato, llegó el corredor
acompañado del carpintero de la hacienda, que venía montado en un caballo, y ya
llevaba varios rayos de madera hechos, señal que frecuentemente eran
solicitados sus servicios.
Tuvieron
que descargar la diligencia para hacer el cambio de rayos, cosa que no le gustó
mucho a don Lorenzo, porque entre todos los que ahí estaban a duras penas
bajaron su equipaje. Con ayuda de su herramienta el carpintero arregló la
rueda, revisando las otras y además llenó los mazos y ejes de untura para que la fricción los dañara
menos.
Luego
del obligatorio descanso y cargar de nuevo la diligencia continuaron su viaje. –En
Las Cocinas nomás cambiamos las mulas y recogemos a la gente y nos vamos pa’
Jerez. Ya el camino está más llano y menos pedregoso.
Como
no había mulas disponibles en el corral de posta, cambiaron por caballos –al cabo
ya no era mucho el esfuerzo necesario- y subieron a sus pasajeros, incluyendo a
los que fueron por guachicol. Los viajeros notaron que a los caballos no les
gritaba el cochero igual que a las mulas.
-Los
caballos son más decentes. Las mulas de por sí son bien cabronas y desentendidas.
Onque las mulas son mucho más fuertes, son muy rejegas y hay que moverlas a
chingadazos.
El
trayecto del rancho donde se hizo el cambio de animales hasta Jerez fue más
agradable, porque el camino estaba plano, sin tanto hoyo y piedras. Los
caballos trotaban muy parejitos. Los pasajeros del interior fingían dormir. Las
mujeres usaban sus abanicos pretendiendo alejar el infernal calor que adentro
de sentía, y sentían ellas más con sus abultados y oscuros ropajes. Quienes
iban en el techo ya acusaban los efectos de la borrachera combinada con una
insolación, pero ya a lo lejos se distinguía la sierra de Los Cardos. En un par
de horas llegarían a Jerez…
¿Qué
pasó con los baúles de don Lorenzo Escobedo? La próxima semana se los cuento.