viernes, 8 de agosto de 2014

LA DILIGENCIA DE LOS SÁNCHEZ CASTELLANOS

Primera Parte
Los pasajeros de la diligencia que partiría del mesón de Jobito en Zacatecas hacia Jerez, estaban desesperados porque ya eran casi las cinco de la mañana y su transporte no salía.
-¡Cochero! ¿Qué pasa que no salimos? ¡Ya casi sale el sol y no acaba de acariciar sus animales!
-Dispense usté su mercé, pero es que como va la diligencia llena y un hijo de la chingada lleva dos baúles bien pesados como si estuvieran llenos de piedras, tuvimos que cambiar el tronco, en lugar de caballos llevaremos mulas pa’ que aguanten el tirón siquiera hasta Las Cocinas. Y hay que enjaecear bien a las mulas pa’ que tironeen parejo.
-Po´s ese hijo de la chingada al que te refieres soy yo. Y pobre de ti, arriero, de que algo les pase a mis baúles.
-No les pasará nada su mercé, van bien amarrados, uno atrás con la cuera y el otro abajo del pescante, onque yo opino que mejor debería rentar un guayín de cuatro ruedas pa’ llevar sus petacas, porque son mucho peso pa’ la diligencia.
-Po’s ora te friegas, porque ya pagué su transporte y el mío y me las vas a entregar en Jerez, limpiecitas, nada les debe pasar. ¿Oíste?
-Si patrón, pero eso va a estar bien cabrón, si hasta usté se va a llenar del polvo del camino, contimás esos pesados baúles que van afuera. Y ya trépese, que en un momentito salimos.
Momentos después, la tranquilidad de la calle de Tacuba era herida por el insoportable ruidajo que hacían las ruedas de la diligencia al chocar con el empedrado y los gritos del cochero que animaba a las ocho mulas que tiraban del carruaje. El corredor, que iba adelante del vehículo excitaba también a gritos a los animales para que no pararan de trotar. En esa ocasión, tuvo que ser cambiado el tronco de la diligencia de la flamante compañía “Sánchez Castellanos” porque llevaba 13 pasajeros: 6 acomodados en el interior, 4 sobre el techo, el cochero y su ayudante en el pescante, además del “corredor” que en ratos se trepaba a los estribos para descansar. Y por si fuera poco llevaba las valijas del correo, que entonces eran muchas y voluminosas, además del equipaje y carga muy pesada, entre la que estaban los dos pesados baúles de don Lorenzo Escobedo que pretendía establecerse en la región de sus antepasados, allá por Monte Escobedo, y que cuidaba celosamente su equipaje, como si llevara algo muy valioso.
-¡Mulas hijas de la chingada, muévanse cabronas! ¡Orale méndigas, muevan esas chingadas patas! ¡Erria! ¡Pinchis bestias, muévanse! ¡arre! ¡Parece que no tragaron desgraciadas!-. Y así, entre gritos, maldiciones y latigazos, la diligencia había agarrado camino a Jerez por el rumbo de la hacienda de Cieneguilla.
-¡Eh cochero! ¡Recuerde que dentro de la diligencia van tres damas! ¡No sea tan hocicón! ¡Modere su vocabulario!- gritó uno desde el interior del carruaje.
-¡Mire catrincito! Véngase al pescante pa’ que les rece unos padresnuestros y unas avesmarías a los animales pa’ ver si los mueve! ¡Y si no le gusta bájese a la chingada o tápese las orejas con cera o con lo que pueda pa’ que no me oiga! ¡Yo les grito a mis mulas, no a usté, así que no se dé por aludido!- Y luego de la aclaración, siguió el concierto de maldiciones que parecía disfrutaban a plenitud los animales, que hasta paraban más las orejas para escuchar con claridad todos los adjetivos que a gritos les dirigía el cochero.
Las grandes ruedas de madera, cubiertas con gruesos cinchos de hierro chocaban continuamente contra las piedras del mal formado camino, y al pasar por los múltiples hoyancos se movían hacia los lados como si quisieran salirse de los ejes. Los pasajeros del interior soportaban estoicamente todos esos bruscos movimientos y hasta aprovechaban para despedir atoradas flatulencias de acuerdo con el ritmo y ruido del carruaje. Las mujeres se tapaban la nariz con un pañuelo, como si con ello pretendieran tapar la entrada de polvo o malos olores, y sonreían levemente cada que escuchaban las gruesas interjecciones del cochero.
Quienes viajaban en el techo del vehículo, pasajeros de segunda, iban felices con las piernas colgando al aire, y pasándose la botella de aguardiente que uno de ellos precavidamente había llevado, celebrando con estruendosas carcajadas los nominativos dados a las mulas para que siguieran su trote.
El ayudante, agarraba las riendas de la diligencia cada que el cochero escanciaba de su pachita de cuero (una especie de anforita). Tenía a su cargo la palanca del freno que usaba cuando el camino estaba muy sinuoso, muy pedregoso o los animales tomaban gran velocidad.
El corredor, le daba sombrerazos a las mulas guía cada que podía, a la vez que las llenaba también de cariñosos adjetivos. Sus gastados guaraches de tres correas sonaban a cada zancada que daba como si pisara sapos.  Acostumbrado a esas andanzas corría delante de la diligencia para ir revisando el camino, y se devolvía para informar el estado del mismo, y corría delante de las bestias para que no pararan.
Ya llevaban como cuatro horas de recorrido, cuando el cochero paró por completo el carruaje, bajándose del pescante y revisando las ruedas.
-¡Y ora! ¿Qué pasa cochero? ¿Por qué para?- preguntaron. Y el cochero rascándose la cabeza contestó, mientras revisaba una de las ruedas traseras:
-Po’s una rueda ya se dañó. Se le han quebra’o varios rayos. No aguantó el peso.
-¿Y a poco nos vamos a quedar aquí? ¿Qué vamos a hacer? ¿No podemos seguir aunque sea al pasito?
El cochero, ya dirigiéndose a todos, haciendo altavoz con las manos, gritó: -¡Una rueda del carro se ha dañado! El corredor va a ir a Malpaso que está aquí abajito, para el sur, poco menos de media legua pa’ traerse al carpintero de la hacienda. No se va a tardar mucho, así que los que queran destullirse las patas, bájense. Y los que queran almorzar, váyanse caminando hasta aquel ranchito. En “Las Cocinas” hay gallina asada, leche recién salida de la vaca, huevos y quen quite hasta frijolitos.
-¡Oiga! ¿Y también venden guachicol? Po’s ya se nos acabó el que trayíamos.
-Sí, sí hay. Pero a escondiditas lo venden. Nomás pregunten por doña Pascasia y cuando la encuentren le dicen que van de parte mía.
La mayoría de los pasajeros decidieron caminar a Las Cocinas, no así don Lorenzo que se quedó a cuidar sus dos baúles. De mucho rato, llegó el corredor acompañado del carpintero de la hacienda, que venía montado en un caballo, y ya llevaba varios rayos de madera hechos, señal que frecuentemente eran solicitados sus servicios.
Tuvieron que descargar la diligencia para hacer el cambio de rayos, cosa que no le gustó mucho a don Lorenzo, porque entre todos los que ahí estaban a duras penas bajaron su equipaje. Con ayuda de su herramienta el carpintero arregló la rueda, revisando las otras y además llenó los mazos y  ejes de untura para que la fricción los dañara menos.
Luego del obligatorio descanso y cargar de nuevo la diligencia continuaron su viaje. –En Las Cocinas nomás cambiamos las mulas y recogemos a la gente y nos vamos pa’ Jerez. Ya el camino está más llano y menos pedregoso.
Como no había mulas disponibles en el corral de posta, cambiaron por caballos –al cabo ya no era mucho el esfuerzo necesario- y subieron a sus pasajeros, incluyendo a los que fueron por guachicol. Los viajeros notaron que a los caballos no les gritaba el cochero igual que a las mulas.
-Los caballos son más decentes. Las mulas de por sí son bien cabronas y desentendidas. Onque las mulas son mucho más fuertes, son muy rejegas y hay que moverlas a chingadazos.
El trayecto del rancho donde se hizo el cambio de animales hasta Jerez fue más agradable, porque el camino estaba plano, sin tanto hoyo y piedras. Los caballos trotaban muy parejitos. Los pasajeros del interior fingían dormir. Las mujeres usaban sus abanicos pretendiendo alejar el infernal calor que adentro de sentía, y sentían ellas más con sus abultados y oscuros ropajes. Quienes iban en el techo ya acusaban los efectos de la borrachera combinada con una insolación, pero ya a lo lejos se distinguía la sierra de Los Cardos. En un par de horas llegarían a Jerez…

¿Qué pasó con los baúles de don Lorenzo Escobedo? La próxima semana se los cuento.