Don
José de la Cruz Mejía ya no estaba para trotes largos en su burro, por lo que
luego de una larga travesía por la sierra, decidió aprovechar la hospitalidad
que le dieron en el ranchito de los Suárez del Real, conocido como “Ranchito de
Guadalupe”. La dura vida del campo lo había maltratado bastante, pero a pesar
de tener ya 60 años, había ido a lo más recóndito de la sierra, a cumplir con
un delicado encargo de su anciano padre, don Benito Margarito Mejía.
Muy
de madrugada, luego de descansar en el ranchito, tomó el camino para Jerez,
camino bordeado por la acequia llena de cantarinas aguas que se daban prisa por
mojar las huertas jerezanas. El camino terminaba en un portón grande en la
última calle de Jerez, y hasta ahí llegó don Crucito, y cuando traspuso las
pesadas puertas para dirigirse a la casa de su padre, por esa misma calle,
llamada “De las tres cruces” por unas cruces de cantera asentadas en
estratégicos nichos, comenzó su pesadilla.
Agazapados
en las sombras de esa madrugada, cuatro rurales de la acordada lo esperaban
pacientemente, y en cuanto vieron que salía del portón el hombre montado en su burro, lo tumbaron del
jumento y en el piso lo golpearon con los sables.
El
pobre campesino pedía clemencia, suplicaba a gritos que no le hicieran daño,
pero los rurales más se enardecían y lo seguían sableando. Pero ya era hora de
Misa, y la gente comenzaba a salir de sus casas, cosa que no convenía a los
golpeadores.
-“¡Malditos!
¡No se aprovechen con ese pobre anciano! ¡Déjenlo!, ¡cobardes!”. Comenzó a
gritar la gente, que desde lejos veía el castigo. El que parecía ser el jefe de los rurales
ordenó a los demás que ya lo dejaran, quitándole un morral que llevaba. –“Esto es por lo que nos hizo tu cuñado”. Le
dijo a don Crucito luego de darle un último sablazo, amenazándolo luego, al
tiempo que montaban en sus caballos y sacando chispas del disparejo empedrado
de la calle, se perdieron en las brumas de esa madrugada.
Una
señora de inmediato se acercó al golpeado para auxiliarlo. –“¡Ay señora!. Por
caridá de Dios, háblele a mi apá. Aquí vive enseguidita.
Trabajosamente,
don Benito Mejía salió de su casa, luego de los insistentes llamados y acudió
donde estaba su hijo. –“¡Mira nomás cómo te han dejado!”. “¡De seguro ha de
haber sido ese maldito de Cruz Avalos y su gente, que no nos deja en paz por lo
de Lino!”.
Don
Crucito, apoyado en algunas gentes y ayudado por su muy anciano padre, se
levantó y trabajosamente se dirigieron a su casa. “-Apá, cumplí con su encargo.
Ya moví todo como usté me lo indicó. Me quitaron el morral donde estaba la
relación dendenantes, pero de nada les va a servir”.
-“¡Hasta
cuando nos dejará en paz ese malvado Cruz Avalos!. No conforme con matar a
Lino, ahora quiere quedarse con todo lo que me dejó encargado”.
Don
Cruz Avalos –jefe de la Acordada-, inspeccionaba una y otra vez el pedazo de
cuero de cochino en el que se veían dibujados con tinta de huizache algunos
detalles desconocidos para él. Y el texto simplemente no lo entendía. Avalos
estaba empecinado en que Lino Rodarte había confiado no solo el caballo
cuatralbo a su suegro y compadre, don Benito Mejía. Y es que –pensaba- si don
Felipe Rodarte (el padre de Lino) le ofrecía su peso en oro, era que Lino tenía
su buen guardadito. Ya en muchas ocasiones habían amenazado a don Benito y a
sus muchos hijos sin conseguir nada. Y en esta, en que habían conseguido el
mapa quitándoselo a su tocayo, José de la Cruz, nomás no entendían nada.
Ese
mapa fue olvidado al no poder descifrar los datos que en él se plasmaron. Muchos
años después, alguien lo encontró entre unos papeles y libros viejos y
transcribió lo que en él leyó:
“Del
puerto de Guadalupe hacia la cruz de las higueras contadas son 54 varas. Del
poyo para el norte son 14, pasando por el pozo. A tres codos de hondo está el
toro con oro bien cosido. Una parte es de Simona, otra de la Virgen de la
Soledad”.
Muchos
vieron esa transcripción, e iban a la sierra, a donde decían estaba “la cruz de
Lino Rodarte”, pero de ahí no podían encontrar más datos, pues se decía que
Crucito Mejía había cambiado el lugar del entierro, en previsión que el jefe de
la acordada lo encontrara.
Lo
escrito en el mapa, no se refiere en ningún momento a la sierra, sino a la
calle de Tres Cruces. “Del puerto de Guadalupe” indica sin duda al portón de
acceso al rancho de Guadalupe, que estaba por esa calle; “la cruz de las
higueras” precisa el nicho con una cruz de cantera que estaba al término de la
calle “de las Higueras” (Mina). Entonces, desde el portón con dirección a la
calle Mina, por la banqueta del lado norte se caminan aproximadamente 43
metros. Ahí en el zaguán de una casa, desde el poyo (banca de cemento o piedra)
se camina al interior, y como a diez metros, después del pozo del patio,
enterrado a poco más de un metro debería estar un cuero de toro (bien cosido)
lleno de oro. Una parte sería, como dice, para la Virgen de la Soledad.
La
otra para Simona. Si la relación efectivamente fuera de Lino Rodarte, esta
Simona sería la hija que Lino tuvo con Urbana Mejía, por lo que don Benito era
su compadre y suegro. A la muerte de Lino Rodarte la niña tendría apenas 6
años. ¿Quién sería el afortunado que encontró en su casa ese cuero de res lleno
de oro?. Aunque aseguran que era tanta la presión de don Cruz Avalos, que a
principios de 1900, Crucito Mejía cargó el oro en dos mulas y se fue para la
sierra, escondiéndolo en una de las cuevas que la tradición llama “De Lino
Rodarte”.