Doña
Guadalupe Gómez fue mi vecina por muchos años, cuando mi familia vivía por la idílica
calle Mina de agradables recuerdos. Ella era de carácter afable y bondadoso, la
sencillez de su vida la trocaba en preparar todo tipo de comidas, dulces,
conservas, buñuelos y cajetas. Todas ellas muy apreciadas por las linajudas
familias de Jerez.
Cada
rato de su casa se esparcían gratos olores, -estaban preparando conservas o
cajetas de membrillo- y todos los niños del barrio acudíamos como si
recibiéramos telepática llamada. Muy acomedidos a ayudar, pero como por encanto
desaparecíamos cuando éramos convidados con el apetecible dulce.
Yo
la recuerdo igual, con sus ropajes de color oscuro, su delantal de bolitas
blancas y su rebozo búlico. Vivía con ella una hija soltera, quien -como fiel
cómplice-, le ayudaba en sus labores culinarias; entre las dos también atendían
a su docena y media de gallinas, -“las muchachas” les nombraban-, que gordas y
blancas picoteaban a sus anchas por todo el patio, disputándose los restos de
frutas o comidas en proceso. Tenían gatos, pero por inexplicables razones no se
comían a “las muchachas” caseras, sino que daban cuenta de las gallinas de los
vecinos (en aquellos tiempos era común tener uno o dos cochinos y su respectiva
colección de gallinas con sus pollos, en casas céntricas de Jerez).
Los
felinos siempre me han inspirado odio y temor por su carácter comodino e
indiferente. Y por curiosos. Mal se descuida uno y ya fue el gato a meter sus
bigotes en la comida. El odio parecía que era retribuido. El patio de la casa
donde yo vivía estaba bien surtido de piedras, y los malvados mininos se las
ingeniaban para torearlas. En sus incursiones por el vecindario, esos animales
se escurrían por lugares impensados. -¡Córrele que ya se metió el gato a la
cocina!- Y ahí vamos armados con la escoba, a tratar de darles un escarmiento.
Pero los taimados felinos se complacían al vernos en acción. Escobazo por acá,
gato por allá. Pedrada, ¡chin, ya quebré una maceta!, y el gato nada. Eso fue
parte de mi infancia.
En
la casa de doña Lupe crecía una higuera frondosa -no por nada la calle se
llamaba antes “de las higueras”-. El blanco fruto de ese árbol también fue
motivo de discordia (pero ahora entre mis hermanos), pues la higuera dejaba
colgar sus ramas generosas, bien colmadas, por sobre la tapia que dividía las
casas, como diciendo: ¡Órale!, ¿No quieren? Y ahí estábamos peleando por la
escalera, ¡hoy me toca a mí!, ¡no, tú los cortaste antier! Hasta que llegaba la
conciliadora y autoritaria correa, mejor conocida como “santa rita” a dirimir
opiniones. Ni higos ni escalera.
Doña
Lupe, junto con su hija, vivían una recoleta y piadosa vida. Todos los días
acostumbraban acudir a la misa primera, a la que más trabajo cuesta ir, porque
cuando le hablan a uno, es cuando tiene lo mejorcito de su sueño o cuando las
cobijas están haciendo su mejor labor de protección y calentamiento. Desde
temprana hora ya estaban barriendo la calle y el patio de su casa con escobas
cortas de popotes, luego que pelando las manzanas y membrillos, que preparando
la masa para los buñuelos, que haciendo tamales, que batiendo menjurjes hasta
que agarraran su punto, que lavando los pañales de las gallinas (porque las
cacaraqueantes aves usaban mantillas por la noche), que preparando una comida
para fulano, etc. Caían rendidas al término de sus labores diarias, para
levantarse al otro día con el alba.
En
aquel entonces los relojes no se usaban por raros y caros. Las campanadas del
reloj del Santuario marcaban el ritmo de vida citadino y se escuchaba por toda
la pequeña ciudad. ¡Ah!, pero cuando Arturo Guerrero no subía a la torre a
arreglarlo, nos volvíamos un caos. Solo los viejos, acostumbrados a ver las
horas en la penumbra nocturna con el movimiento estelar y en el día con las
sombras, hacían sus actividades como si nada.
Doña
Lupe frecuentaba la casa donde yo vivía. A llevar el bocadito y luego empezaba
el “güiri güiri” con mi mamá, a veces contaba historias cuyo final no me
esperaba a escuchar. Eran tiempos de inocente infancia en que “los duendes”,
“el coco”, “el viejo del costal”, “la mano pachona”, “los húngaros” y otros
personajes amilanaban a cualquier niño. En una de esas veces, la vecina contó
detalladamente lo que trataré de narrarles:
* * * * * * * * * *
En
septiembre y octubre los membrillos ya están maduros, y para que no se echaran
a perder había que convertirlos en cajeta. A todas horas llegaban camionetas
repletas de rejas llenas de fruto. Doña Lupe y su hija no se daban abasto. En
esporádicas ocasiones uno que otro acomedido las auxiliaba.
Fue
un 6 de octubre cuando el trabajo se les recargó, laborando hasta muy noche, y
luego de rezar sus múltiples oraciones procedieron a dormirse. Al otro día –domingo
por cierto-, doña Lupe desorientada por el cansancio de la jornada anterior,
creyó oír que llamaban a misa y con todo su desgaste físico se preparó para
acudir. Insistió mucho sobre el lecho de su hija, para que la acompañara, pero
esta también se encontraba bastante fatigada, por lo que pudo más el sueño que
la devoción.
La
señora Gómez se cobijó con su inseparable rebozo, y al salir de su hogar, raro
se le hizo el silencio y oscuridad que en las calles había. -“Ya se me hizo
tarde y ya está toda la gente en la Parroquia”- pensó sin dar mucha importancia
a la oscuridad, pues hay días de otoño que son más oscuros que otros.
Con
la rapidez que le daban sus años, llegó hasta la Parroquia, donde pudo apreciar
que acudían muchas personas desconocidas. La iluminación del recinto se le hizo
extraña. “La planta de luz a veces funciona y a veces no”- Se comentó a sí
misma. Se sentó en una banca cercana al púlpito, ahí era su lugar acostumbrado.
Ese día la misa era de Nuestra Señora del Rosario, y ella como fiel devota
comenzó a hacer sus oraciones esperando el acto litúrgico.
Al
entrar el sacerdote le causó extrañeza, “¿un padre nuevo en misa de seis?”.
Bueno, había cambios en el curato, se conformó. Pero al comenzar la ceremonia,
no pudo darle seguimiento, pues el sacerdote solo oraba en latín y de espaldas,
frente al altar. Solo se volvió cuando ella recuerda que dijo:
“Oremos
ahora ante Nuestra Señora del Rosario por el eterno descanso de nuestras
almas”. La Misa siguió monótona y larga, y con el amortiguado resplandor de los
cirios, más el cansancio, doña Lupe quedó completamente dormida.
Bruscos
jalones la hicieron despertar. “¡Señora, señora, despierte!”. Era el sacristán
que le hablaba. Doña Lupe avergonzada, pues no acostumbraba dormirse en misa,
buscaba una excusa, pero al preguntarle el sacristán que cómo le había hecho
para entrar, ella se quedó atónita. “¿Que como le hice para entrar? Por la
puerta, yo entré cuando vinieron todos a misa”. El sacristán le aseguró que
apenas iba a dar la primera llamada y que todavía no abría el templo, que era
muy temprano aún.
Doña
Lupe afirmaba que mucha gente había acudido a la Parroquia junto con ella, pero
que eran desconocidos y que las puertas estaban abiertas, pero ante la
seguridad del sacristán, ella confundida creyó toda su vida haber asistido a
una misa de ánimas que acudían a orar ante la Virgen del Rosario.
A
pesar de eso, siempre siguió asistiendo a la primera misa matinal, haciendo
comidas, preparando cajetas y cuidando a sus gallinas.