Crónicas de hace muchos ayeres refieren
que hubo un tiempo en que las minas de Zacatecas eran tan grandes productoras
de metal, junto con las de Guanajuato, que la plata que producían había dado ya
la vuelta al mundo entero.
Pues bien, cuentan que por esos
tiempos era costumbre dedicar a algún santo, ya un tiro, bien un campo de labor
o toda una mina.
En una mina, (las fuentes no precisan
cual) fue encontrada una nueva y rica veta, la cual encomendaron a Nuestra
Señora del Patrocinio. Para esto, se reunieron los hombres de más rango y
representación y recorrieron las poblaciones aledañas, buscando la contribución
de los pudientes con una mínima parte de su riqueza, formando así un formidable
tesoro, el que se ofrecería a la Patrona en el día de la dedicación.
En
la villa de Xerez, reunieron un espléndido lote de joyas el que fue
depositado en un cofre de madera. Igualmente buena cantidad de oro y plata se
juntó en dos costaleras de baqueta. Debidamente custodiado se depositó en la
casa del sacerdote encargado de la Parroquia, donde se guardaría hasta el día
programado para llevarse a Zacatecas y entregarse a la dedicación.
Pero, el diablo que está en todo, hizo
que un célebre bandido que merodeaba por Tlaltenango, Colotlán y Bolaños recibiera
santo y seña del lugar donde se ocultaba tan atractivo botín y ni tardo ni
perezoso, asaltó el hogar del sacerdote, donde con lujo de violencia, se
apoderó de las joyas, cuyo cofre ya había bendecido el ministro.
La noticia del sacrílego robo se extendió
luego como un reguero de pólvora y hasta hubo un grupo de valientes que se
dieron a la persecución de los bandidos, con resultados negativos, pues los
asaltantes conocían a la perfección los vericuetos de las serranías cercanas.
Mal signo fue tal robo, y platicaban
que la bonanza de la mina terminó pronto. E incluso varios accidentes en poco
tiempo tuvieron lugar en los tiros. Los mineros con temor entraban a laborar
luego de orar fervientemente a la Virgen del Patrocinio, y le echaban la culpa
a los jerezanos cuando sucedía alguna desgracia.
Se decía que todo ello pasaba porque
no se había cumplido con la dedicación de la nueva y supuestamente rica veta.
Las autoridades de Zacatecas y los ricos propietarios de minas ofrecieron
fabulosas recompensas a quien recuperara las joyas perdidas. De los bandidos,
nada se sabía. Arrieros y viandantes no sabían dar razón de que se les
mencionara en atracos recientes. “Parece que se los tragó la tierra”, decían.
Pasó el tiempo, el suceso casi se
había olvidado, la mina incluso fue abandonada porque eran muchos los
accidentes que en ella ocurrían. “Esos méndigos semilleros tienen la culpa, -decían
los barreteros tuzos-, si la Virgen hubiera recibido su dote, nada malo
pasaría”. Y platican que desde entonces comenzó su enemistad que duraría por
siglos entre jerezanos y zacatecanos.
Un día, a la choza de un peón que
vivía no solo con pobreza, sino en la más completa miseria, se presentó un
hombre que revelaba ser de grandes posibilidades económicas, quien le preguntó
si quería trabajar.
“-Claro que sí, señor. Dios sabe cuánto
lo necesito”.
“Bueno, sígueme” le dijo. Y juntos
llegaron hasta un tendajón que había en el callejón angosto, cerca del panteón.
Ahí compraron una reata y luego siguieron una vereda que conduce al cerro de la
Campana.
Treparon por la ladera hasta un lugar
cercano a la cumbre; al llegar a un punto determinado, donde había una gran
peña, el hombre desconocido, que en todo este tiempo había guardado silencio,
en breves palabras dio a entender al campesino que entre los dos tenían que
mover aquel peñasco, tirando de los extremos de la reata, que hicieron pasar
por detrás de la roca.
Varias veces hubo que intentarlo hasta
que al fin la piedra empezó a ceder, dejando al descubierto un pozo profundo y
negro. El pobre peón sintió miedo cuando se le pidió que bajara, pero la idea
de ganarse unos centavos le dio nuevas fuerzas. Usando un extremo de la soga,
bajó por la boca del gran agujero, mientras el otro lo ató al tronco de un
árbol vecino.
“Encontrarás allá abajo -le dijo el
misterioso personaje-, un cadáver, que a lo mejor ya es esqueleto, varias
talegas de dinero de las cuales puedes tomar lo que quepa en tu sarape como
pago a tus servicios, pero lo que más me importa es que saques un cofre”.
El humilde mozo, temblando de miedo,
descendió hasta el fondo. En efecto allí estaba el esqueleto, entre unos jirones
de tela que debió ser su vestido. Las talegas estaban allí.
El miedo era mayúsculo, pero el hambre
era más fea todavía, así que cumplió la orden recibida, incluyendo desde luego
lo de llenar el sarape.
Después de un rato salió a la
superficie, convulso, aterrado y sin poder abrir la boca para pronunciar
palabra.
“Por fin pudo descansar tranquilo
-dijo el hombre aquel con aspecto de gran señor-, lleva este cofre al altar de
la Imagen Limpia de la Concepción de Jerez y entrégaselo al sacerdote que esté
en turno. Pídele que ore por el descanso de un sacrílego ladrón”. Y exhalando
un último gemido desapareció.
El infeliz testigo de ello, no pudo
proferir palabra alguna ante tal acontecimiento. Sus ojos a punto de
desorbitarse no concebían que fuera testigo de un hecho de ultratumba. Luego,
un desmayo vino en su auxilio.
No supo cuantas horas estuvo
inconsciente, pero cuando el frío de la noche lo hizo reaccionar, poco a poco
fue asimilando lo que le había ocurrido. Quiso cobijarse con su sarape y al
palparlo, recordó que estaba lleno de monedas. Entonces tomó el cofre bajo el
brazo y sobre su espalda acomodó el sarape con el oro y plata que del pozo había
sacado. Con precauciones dio los rodeos necesarios para que no lo vieran los
vecinos del Puesto del Molino y Lo de Chávez.
Refiere la leyenda que al llegar a su
jacal, enjaezó una escuálida mula que tenía como única propiedad y regresándose
al cerro, ahí ya sin temor, sacó del pozo cuanto metal precioso pudo, cargando
su orejudo animal. Luego, tapó con gran minuciosidad la oquedad que servía de
entrada a ese escondite. Después, dicen que tomó el rumbo de Fresnillo. Tal vez
la avaricia le hiciera olvidar la petición de entregar el cofre a la Parroquia
de Jerez.
A pesar de que la mula era severamente
castigada, no podía ir de prisa, y el campesino pretendía llegar a un lugar
poblado antes de que llegara la noche,
pues su carga de temores era bastante.
En
un lugar conocido como “el cerro grande” al ver que el astro rey se
ocultaba, procedió a juntar mucha leña para mantener una buena fogata que le
ayudara a disipar su miedo nocturno, pues se encontraba solo, en ese paraje
semi-desértico, y maldiciendo a su bestia porque no había logrado llegar a
alguna ranchería. Al cobijo de la lumbrada, se sentía un poco más seguro, pero
cualquier aullido de coyote o chiflido de la lechuza, lo inquietaban y hacía
que se pusiera en guardia con su machete presto.
“Buenas noches, amigo”, -no supo por
donde llegó el personaje que viera desaparecer cuando le entregó el cofre-,
“veo que llevas mucha prisa por llevar ese carbón, pero no se te olvide
entregar el cofre donde ya te dije”.
“Los designios divinos están mucho más allá de la ambición terrenal. Regresa,
porque en ello va mi alma y la tuya. Regresa, entrega ese cofre y tu castigo
será el vivir muchos años de remordimiento, solo y sin poder hablar”.
Así como apareció desapareció, sin que
el asustado peón pudiera expresar nada. Corrió a revisar el tesoro, y solo
encontró carbón y más carbón. Quiso gritar de terror o quizá de desilusión pero
no pudo.
Su mula por el esfuerzo, estaba
muerta, por lo que cargando solo el cofre, desanduvo el camino regresando a
Jerez.
Refieren que un día muy de madrugada
llegó un humilde campesino a la Parroquia de la Villa entregando un cofrecillo
de madera con joyas al sacerdote encargado. Por señas se hizo entender, y
cuentan que duró muchos años al servicio del templo como sacristán, y que su
fidelidad como su mudez no se podían poner en duda. Pero que cuidaba
fervorosamente las joyas que a la imagen de la Limpia Concepción le fueron
puestas.
Platican además, que un afortunado
viajero encontró dos costaleras de baqueta con monedas de oro y plata en el
camino de Fresnillo, al pie del cerro grande, cercano a la Ermita de los
Murillo. Cargó con lo que pudo, ocultándolo lo demás, y dicen que lo que ocultó
hasta la fecha no ha sido encontrado.