viernes, 21 de abril de 2017

EL COFRE DEL MUDO

Crónicas de hace muchos ayeres refieren que hubo un tiempo en que las minas de Zacatecas eran tan grandes productoras de metal, junto con las de Guanajuato, que la plata que producían había dado ya la vuelta al mundo entero.
Pues bien, cuentan que por esos tiempos era costumbre dedicar a algún santo, ya un tiro, bien un campo de labor o toda una mina.
En una mina, (las fuentes no precisan cual) fue encontrada una nueva y rica veta, la cual encomendaron a Nuestra Señora del Patrocinio. Para esto, se reunieron los hombres de más rango y representación y recorrieron las poblaciones aledañas, buscando la contribución de los pudientes con una mínima parte de su riqueza, formando así un formidable tesoro, el que se ofrecería a la Patrona en el día de la dedicación.
En  la villa de Xerez, reunieron un espléndido lote de joyas el que fue depositado en un cofre de madera. Igualmente buena cantidad de oro y plata se juntó en dos costaleras de baqueta. Debidamente custodiado se depositó en la casa del sacerdote encargado de la Parroquia, donde se guardaría hasta el día programado para llevarse a Zacatecas y entregarse a la dedicación.
Pero, el diablo que está en todo, hizo que un célebre bandido que merodeaba por Tlaltenango, Colotlán y Bolaños recibiera santo y seña del lugar donde se ocultaba tan atractivo botín y ni tardo ni perezoso, asaltó el hogar del sacerdote, donde con lujo de violencia, se apoderó de las joyas, cuyo cofre ya había bendecido el ministro.
La noticia del sacrílego robo se extendió luego como un reguero de pólvora y hasta hubo un grupo de valientes que se dieron a la persecución de los bandidos, con resultados negativos, pues los asaltantes conocían a la perfección los vericuetos de las serranías cercanas.
Mal signo fue tal robo, y platicaban que la bonanza de la mina terminó pronto. E incluso varios accidentes en poco tiempo tuvieron lugar en los tiros. Los mineros con temor entraban a laborar luego de orar fervientemente a la Virgen del Patrocinio, y le echaban la culpa a los jerezanos cuando sucedía alguna desgracia.
Se decía que todo ello pasaba porque no se había cumplido con la dedicación de la nueva y supuestamente rica veta. Las autoridades de Zacatecas y los ricos propietarios de minas ofrecieron fabulosas recompensas a quien recuperara las joyas perdidas. De los bandidos, nada se sabía. Arrieros y viandantes no sabían dar razón de que se les mencionara en atracos recientes. “Parece que se los tragó la tierra”, decían.

Pasó el tiempo, el suceso casi se había olvidado, la mina incluso fue abandonada porque eran muchos los accidentes que en ella ocurrían. “Esos méndigos semilleros tienen la culpa, -decían los barreteros tuzos-, si la Virgen hubiera recibido su dote, nada malo pasaría”. Y platican que desde entonces comenzó su enemistad que duraría por siglos entre jerezanos y zacatecanos.
Un día, a la choza de un peón que vivía no solo con pobreza, sino en la más completa miseria, se presentó un hombre que revelaba ser de grandes posibilidades económicas, quien le preguntó si quería trabajar.
“-Claro que sí, señor. Dios sabe cuánto lo necesito”.
“Bueno, sígueme” le dijo. Y juntos llegaron hasta un tendajón que había en el callejón angosto, cerca del panteón. Ahí compraron una reata y luego siguieron una vereda que conduce al cerro de la Campana.
Treparon por la ladera hasta un lugar cercano a la cumbre; al llegar a un punto determinado, donde había una gran peña, el hombre desconocido, que en todo este tiempo había guardado silencio, en breves palabras dio a entender al campesino que entre los dos tenían que mover aquel peñasco, tirando de los extremos de la reata, que hicieron pasar por detrás de la roca.
Varias veces hubo que intentarlo hasta que al fin la piedra empezó a ceder, dejando al descubierto un pozo profundo y negro. El pobre peón sintió miedo cuando se le pidió que bajara, pero la idea de ganarse unos centavos le dio nuevas fuerzas. Usando un extremo de la soga, bajó por la boca del gran agujero, mientras el otro lo ató al tronco de un árbol vecino.
“Encontrarás allá abajo -le dijo el misterioso personaje-, un cadáver, que a lo mejor ya es esqueleto, varias talegas de dinero de las cuales puedes tomar lo que quepa en tu sarape como pago a tus servicios, pero lo que más me importa es que saques un cofre”.
El humilde mozo, temblando de miedo, descendió hasta el fondo. En efecto allí estaba el esqueleto, entre unos jirones de tela que debió ser su vestido. Las talegas estaban allí.
El miedo era mayúsculo, pero el hambre era más fea todavía, así que cumplió la orden recibida, incluyendo desde luego lo de llenar el sarape.
Después de un rato salió a la superficie, convulso, aterrado y sin poder abrir la boca para pronunciar palabra.
“Por fin pudo descansar tranquilo -dijo el hombre aquel con aspecto de gran señor-, lleva este cofre al altar de la Imagen Limpia de la Concepción de Jerez y entrégaselo al sacerdote que esté en turno. Pídele que ore por el descanso de un sacrílego ladrón”. Y exhalando un último gemido desapareció.
El infeliz testigo de ello, no pudo proferir palabra alguna ante tal acontecimiento. Sus ojos a punto de desorbitarse no concebían que fuera testigo de un hecho de ultratumba. Luego, un desmayo vino en su auxilio.
No supo cuantas horas estuvo inconsciente, pero cuando el frío de la noche lo hizo reaccionar, poco a poco fue asimilando lo que le había ocurrido. Quiso cobijarse con su sarape y al palparlo, recordó que estaba lleno de monedas. Entonces tomó el cofre bajo el brazo y sobre su espalda acomodó el sarape con el oro y plata que del pozo había sacado. Con precauciones dio los rodeos necesarios para que no lo vieran los vecinos del Puesto del Molino y Lo de Chávez.
Refiere la leyenda que al llegar a su jacal, enjaezó una escuálida mula que tenía como única propiedad y regresándose al cerro, ahí ya sin temor, sacó del pozo cuanto metal precioso pudo, cargando su orejudo animal. Luego, tapó con gran minuciosidad la oquedad que servía de entrada a ese escondite. Después, dicen que tomó el rumbo de Fresnillo. Tal vez la avaricia le hiciera olvidar la petición de entregar el cofre a la Parroquia de Jerez.
A pesar de que la mula era severamente castigada, no podía ir de prisa, y el campesino pretendía llegar a un lugar poblado antes de que llegara  la noche, pues su carga de temores era bastante.
En  un lugar conocido como “el cerro grande” al ver que el astro rey se ocultaba, procedió a juntar mucha leña para mantener una buena fogata que le ayudara a disipar su miedo nocturno, pues se encontraba solo, en ese paraje semi-desértico, y maldiciendo a su bestia porque no había logrado llegar a alguna ranchería. Al cobijo de la lumbrada, se sentía un poco más seguro, pero cualquier aullido de coyote o chiflido de la lechuza, lo inquietaban y hacía que se pusiera en guardia con su machete presto.
“Buenas noches, amigo”, -no supo por donde llegó el personaje que viera desaparecer cuando le entregó el cofre-, “veo que llevas mucha prisa por llevar ese carbón, pero no se te olvide entregar el  cofre donde ya te dije”. “Los designios divinos están mucho más allá de la ambición terrenal. Regresa, porque en ello va mi alma y la tuya. Regresa, entrega ese cofre y tu castigo será el vivir muchos años de remordimiento, solo y sin poder hablar”.
Así como apareció desapareció, sin que el asustado peón pudiera expresar nada. Corrió a revisar el tesoro, y solo encontró carbón y más carbón. Quiso gritar de terror o quizá de desilusión pero no pudo.
Su mula por el esfuerzo, estaba muerta, por lo que cargando solo el cofre, desanduvo el camino regresando a Jerez.
Refieren que un día muy de madrugada llegó un humilde campesino a la Parroquia de la Villa entregando un cofrecillo de madera con joyas al sacerdote encargado. Por señas se hizo entender, y cuentan que duró muchos años al servicio del templo como sacristán, y que su fidelidad como su mudez no se podían poner en duda. Pero que cuidaba fervorosamente las joyas que a la imagen de la Limpia Concepción le fueron puestas.

Platican además, que un afortunado viajero encontró dos costaleras de baqueta con monedas de oro y plata en el camino de Fresnillo, al pie del cerro grande, cercano a la Ermita de los Murillo. Cargó con lo que pudo, ocultándolo lo demás, y dicen que lo que ocultó hasta la fecha no ha sido encontrado.