Cuando llegan los nuevos presidentes municipales a
cumplir con su encargo, la mayoría de las veces se encuentran con la novedad de
que su antecesor les dejó la presidencia bien limpiecita, hasta sin ratas ni
cucarachas. A veces también las cortinas de las ventanas del despacho
desaparecen, plumas, lápices y papel del baño. Y se encuentran también con la
novedosa novedad de que hay un chingo de deudas, la mayoría impagables, de
compras medio raras, que les dejaron de herencia para que tengan en qué
entretenerse y no anden pensando malos pensamientos.
Es entonces que comienzan a hacer uso del ingenio
para allegarse recursos que les permitan que los años de su administración sean
llevaderos, y si se puede, po’s llevarse algo para los años de vacas más
flacas. Algunos contratan “super asesores” medio locos para que les echen la
mano y los guíen en la difícil tarea de gestionar programas, mover la lana y
hasta conseguir préstamos con su consiguiente y abultado diezmo.
Otros, muy a su estilo, hacen decretos y leyes para
hacerse de fondos, como ocurrió hace no muchos años en un pequeño municipio del
norte de Jalisco:
Resulta que el alcalde de ese lugar, leyó en un
periódico -que por cosas del destino le cayó en las manos-, unas declaraciones
del titular de la Secretaría de Agricultura, Ganadería y Desarrollo rural en el
distrito de Colotlán. El funcionario comentaba la necesidad de concientizar a
los criadores de burros, de acabar con ese tipo de animales, para darle lugar a
los becerros. Abundaba en sus declaraciones asegurando que los becerros dejan
mejores utilidades.
Al alcalde se le prendió su velita en la cabeza, y
para pronto emitió un decreto en el que prohibió la circulación de burros en su
municipio. Los vecinos fueron a reclamarle sobre esta disposición, ya que la
mayoría eran gente humilde y usaban a los burros como su medio de transporte.
-“Tamos d’acuerdo en que quera modernizar el
pueblo, pero tome en cuenta que nosotros no tenemos ni becicletas, ni trocas
pa’ ir a los potreros. Los burros son como nosotros, bien humildes, no tenemos
agostaderos para criar nuestros animales, y han sobrevivido tomando agua en las
orillas del río o en los charcos de los callejones, triscando zacate, yerbitas
y lo que se encuentran”.
El presidente desoyó la petición, y como todos en
el municipio seguían circulando en sus burritos, decidió decomisarlos y
meterlos al mostrenco. Los policías del poblado se dedicaron a arrear jumentos.
Ya cuando llevaba unos cuarenta y cinco, los mandó a las empacadoras de
Fresnillo y Jerez. Pero, como se había gastado dinero en su manutención en el
mostrenco y en el transporte, se quedó con lo que le pagaron por ellos.
Por si fuera poco, el alcalde escogió una burrita
muy bonita de entre las decomisadas y la dejó para él. La herró con el fierro
del ayuntamiento sobre la marca que ya tenía el animal y la usaba “para los
mandados aquí nomás cerquitas”.
-“Oiga, po’s si está prohibido que andemos en
burro, ¿por qué usté sí puede andar en burra y lo que es más, en burra ajena?”
-“¡Ah!, es que hay una gran deferencia: ¡yo soy la
autoridá! Las leyes las hago yo y las aplico a mi saber. En la ley dice que
“todos los ceudadanos tienen prohibido andar en burro”, pero no dice nada del
presidente que no es un ceudadano como todos los demás”.
A pesar del descontento de los habitantes de ese
municipio, el decomiso y venta de burros por parte de la autoridad siguió,
hasta que se acabaron. Entonces, el alcalde encargó a sus policías acudir a un
municipio vecino, cosa que hicieron y ahí se apropiaron de buena cantidad de borricos.
Pero los dueños de estos animales no agacharon las
orejas, les pelaron los machetes, les dijeron de cosas de su mamá y de pilón se
fueron al ministerio público y denunciaron penalmente al alcalde y sus
secuaces.
-“Los burros
vendidos fueron arreados, por órdenes del presidente municipal y por personal
subalterno a su cargo, sin derecho ni razón y como lo hemos manifestado, el
dinero obtenido por la venta ilegal de burros, no ha sido –al menos- reportado
a la tesorería ni se ha informado al cabildo al respecto”.
Cabe decir que los inconformes no recibieron de
vuelta sus burros, ni el dinero de la venta, y su denuncia siguió el curso que
siguen casi todas las denuncias…
DON ZEFERINO Y EL CIPRÉS
Hace
tiempo narraba la historia de don Zeferino el leproso, dueño de la tienda “El
Ciprés”, que estaba en la esquina suroeste de las calles Rosales y El Ciprés.
Zeferino se cubría con un paño blanco, ya que por la lepra le faltaban partes
de los labios y se le podía ver la mandíbula superior del lado derecho. Era un
charro consumado y siempre vestía de negro, trayendo al hombro (según costumbre
de la época) costosos sarapes de vistosos colores. Cuando andaba tomando le
gustaba compartir su botella con los clientes. Era de mucha fama el judas que
ponía con su dinero los sábados de gloria frente a su tienda.
Desde
muy en la madrugada comenzaba el relajo, pues contrataba la música de viento
que dirigía el famoso “Pancho María” Carlos de Susticacán. (Un antecedente real
del actual tamborazo).
En
el “judas” de don Zeferino se reunía la flor y nata de los rancheros y bajo
pueblo de Jerez al son de la tambora y de su cantante, “El Zalate”, don Andrés
Nava. El sotol corría en abundancia y a grado tal, que don Zeferino acababa ese
día con todo el que tenía en existencia y casi todo regalado pues ya al último
ni lo vendía. Era muy conocido que cuando ese señor estaba ya muy tomado sacaba
una castaña de sotol y otra de pinos que ponía frente a la tienda y con un
jarro a disposición de todo el que quisiera de tales brebajes. El traía una
botella en la mano y montado a caballo hacía piruetas admirables mientras le
ofrecía a todo mundo que por cierto bebían ya sin temor al contagio tan temido.
La música del pueblo instalada sobre un alto tapanco deleitaba a la multitud
con el “Caballo Mojino”, “María Reducinda” y otras piezas de trueno por el
estilo; pero a las diez de la mañana y en cuanto daban el repique de Gloria en
la Parroquia, se oían por toda la ciudad los truenos que daban por “ejecutado”
al Judas, de don Zeferino que toda la mañana había bailoteado sobre la punta de
un morillo adornado de papeles de colores y con ramajos de pirúl.
Los
que quieren saber sobre el origen del sábado de gloria jerezano, del tamborazo
y costumbres locales pueden buscar más abundando en esta narración, buscando en
archivos familiares, consultando con los cronistas, pero lo malo es que los
méndigos güevones siempre desean que les tenga uno la mesa servida.
MARIA REDUCINDA. Platiqué con músicos de antaño
y ninguno me supo dar razón de esa pieza que tocaba el tamborazo de don Pancho
María, allá en la última mitad del siglo XIX. Hasta que me topé con unos
apuntes familiares en que además de valses, chotís, danzas, mazurcas, aparecen
sones y jarabes, escritos con su correspondiente anotación musical. ¡“María
Reducinda” son unas mañanitas! Y la letra dice así: “¡Ah qué caray, María
Reducinda! / chatita, ya amaneció, / ya los pajarillos cantan, / ya la luna se
metió…”. Lo malo es que no se leer música, porque encontré también su
partitura, a ver si mi hermano Carlos –que sabe solfeo- viene y la tararea para saber cómo era.
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