La
familia Miramontes llegó huyendo de la guerra, de las tropelías que se
cometieron en aquellos años por los federales que supuestamente los debían
proteger de los cristeros, pero que no hacían otra cosa que adueñarse de sus
propiedades, casas, ranchos, tierras, ganado y hasta el guardadito que tenían
escondido. Don Pablo, doña Luisa y sus hijos Blanca y Miguel juntaron lo
poquito que los federales del nefasto general Anacleto López les dejaron. Y
así, desde Mezquitic emprendieron su peregrinaje hasta llegar a Jerez, lugar
donde pensaron estarían a salvo de la rapiña de la soldadesca.
En
la segunda manzana de la calle Hidalgo les facilitaron una casa, de las tantas
que entonces estaban derruídas, desocupadas o cuyos dueños prestaban con tal de
que se las cuidaran para que no se cayeran. Esta finca era la parte trasera de
una casona cuyo frente estaba por la calle del Santuario. El compromiso del
préstamo era que le hicieran todas las reparaciones necesarias para que la casa
se mantuviera en pie. En una habitación que daba para la calle, con piso de
semideshecho ladrillo fue donde habilitaron como recámara para los cuatro.
Los
Miramontes –padres e hijos- eran muy trabajadores, gente de “buena cepa”, por
lo que pronto se ganaron la confianza y amistad de los vecinos. Doña Luisa
–experta repostera- era muy solicitada por las familias ricas para que les
ayudara en la preparación de platillos especiales y postres, mientras que su
hija Blanca se hacía cargo de las labores caseras.
En
una ocasión, cuando estaban almorzando para irse a sus trabajos, la niña le
confió a su padre: -“Papá, por las noches se me aparece una señora muy hermosa,
con el pelo muy largo y toda vestida de negro. Me pide que le ayude a
descansar, porque ya tiene mucho sufriendo”-. Todos se rieron de lo dicho por
la niña. –“M'ija, eso que me dice es un sueño que usté tiene. Y si no, ¿por qué
a nosotros no se nos aparece si dormimos en el mismo cuarto?”. -“No, papá,
estoy segura que no es un sueño, mire, me dijo que se llama Isabela. Es muy
bonita, muy blanca y en el cuello trae un medallón con una pintura de su cara.
Dice que le ayude y que me da el medallón para que me acuerde de ella, y unas
monedas que están en una mesita”. –“No, m'ija, es un sueño nomás. Orita nadie
da nada por nada. Usté no se asuste, que ahí estamos todos para cuidarla.
Cuando vuelva a soñar así, nomás pellízquese y verá que es una quesadilla”.
La
niña insistía en la aparición, pero los padres lo tomaban a broma, y a veces
hasta le preguntaban que si no se le había vuelto a aparecer Isabela. Don Pablo
Miramontes en una de las veces que fue a confesarse, le comentó al sacerdote lo
que ocurría con su hija. –“Esa niña tiene afiguraciones. Llévala al catecismo
de Conchita Orozco para que no ande pensando en fantasmas ni espantos. Verás
que pronto se olvida de eso”.
Blanca
–la niña- acudió desde entonces todos los sábados a la escuelita que en una
casa frente al jardín chico manejaba Conchita Orozco. Le gustaba convivir con
las demás niñas y en su inocencia les contaba lo de la mujer que se le
aparecía. Al principio todas escuchaban su relato con caritas de susto. –“¿Y no
te asustas cuando la ves?” –le preguntaban –“No, ella se ve muy triste, y yo no
sé como consolarla y me dan ganas de llorar”.
En
la recámara en que dormían, habían notado que algo raro pasaba, pues cuando
“chinaban” con peine los ladrillos, al echar agua esta se resumía de inmediato,
como si el piso estuviera hueco. Un día, Blanca estaba dándole con el peine a
los ladrillos de la recámara, cuando notó que en un rincón al tallarle a los
ladrillos la mezcla se desprendía como si no estuviera bien preparada. Por
curiosidad quitó los ladrillos y vio que estaban asentados sobre una pieza de
madera vieja. –“¡Ma, venga tantito, córrale!” –le habló a su madre, la que a su
vez a gritos le habló a don Pablo.
Don
Pablo, quitó más ladrillos hasta dejar al descubierto toda la placa de
madera. Se rascaba la cabeza, sin
atreverse a hacer más. Pero luego, usando un pico que prontamente le arrimó
Miguel, levantaron la madera. Un hedor fétido, de podredumbre, de humedad les llenó
los sentidos. “Mira nomás –dijo don Pablo- pos' si esto parece un sótano. Al
prender y arrimar un quinqué (aparato de petróleo), notaron que había una
escalera de cantera por la que descendieron al oscuro y húmedo cuarto. Al
iluminar hacia una pared don Pablo gritó a su esposa e hija que se devolvieran,
que no vieran, pero ellas ya habían visto. Blanca, sin que el padre lo
advirtiera se acercó a la pared. Estaba fascinada, nunca había visto un
esqueleto y menos colgado de la pared. Una calavera con abundante cabellera con
el ruido se desprendió y cayó al húmedo piso.
-Es
Isabela- dijo la niña –es Isabela y la voy a ayudar. Y sin que el padre, la
madre o el hermano pudieran hacer nada, Blanca se dirigió a donde quedaba el
resto del esqueleto colgado de un grisáceo y viejo vestido que debió ser negro.
Tomó las mangas del vestido y las liberó de la cadena que las sostenía. Cayeron
los huesos al piso, y al caer se oyó un ruido como un suspiro grande. Hacia los
pies de la niña cayó un hermoso camafeo, con una miniatura en óleo en que se
retrataba a una hermosa mujer. –“Es el medallón de Isabela” –expresó Blanca
recogiendo la joya.
Al
acostumbrarse a la semioscuridad, pudieron ver que era una especie de sótano,
de pequeña habitación, con un viejo camastro, unas sillas de madera y una
mesita, donde estaba una talega de cuero. –“Y ahí están las monedas que me iba
a regalar”. –Aseguró la niña.
Don
Pablo acudió con el sacerdote, pues no sabía qué se hacía en esos casos. Al
sacerdote –que era don José Amado Macías Cabrera- no le gustaba la burocracia,
así que le aconsejó que los huesos los llevara al panteón de Dolores, envueltos
en un lienzo, y le dijera al camposantero que le hiciera el favor de
enterrarlos en un campito. Picado por la curiosidad, agarró su estola y sus
bártulos para ir a bendecir los restos de la infortunada mujer. –“Antes había
muchos casos así, mujeres emparedadas, encadenadas que morían de terror, de
hambre, asfixiadas, así que no pierda tiempo yendo con las autoridades, capaz
que hasta de la casa lo corren”.
El
sacerdote bajó al sótano, donde dio los auxilios espirituales al esqueleto de
la mujer. Ya luego comenzó a curiosear mientras bendecía todos los rincones.
–“Don Pablo, ¿no sería mucho pedir que me regalara una de esas sillas? Desde
que bajé me fijé que son de excelente hechura, y muy antiguas”.
El
presbítero se fue al Santuario muy contento llevando su silla, que en la calle
un acomedido le ayudó a cargar. Por años, el padre Amado Macías usaba esa silla
para descansar, leer o reflexionar.
La
familia Miramontes levantó el esqueleto con mucho cuidado colocándolo dentro de
un lienzo, luego lo envolvieron y lo llevaron al panteón de Dolores. –“Son los
restos de una mujer que falleció sabrá Dios cuando. El padre Macías me dijo que
los trajera para que les diera cristiana sepultura”- dijo don Pablo al
camposantero, dándole además unas monedas de plata para que sobre la sepultura
le pusiera una lápida en la que a insistencia de la pequeña Blanca se debería
grabar: “Bella Isabela, descansa en paz. Familia Miramontes”.
El
sótano fue arreglado y servía como recámara y cuarto de juegos de los niños,
quienes junto con su familia vivieron en esa casa por muchos años, hasta que
tuvieron que emigrar nuevamente...
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