“Hay munchas cosas que los que escriben libros no
saben. Y le voy a platicar, pa’ que se dé una idea de cómo eran más o menos. Yo
estaba muchachón cuando empezó la revuelta de la cristiada. Vivíamos en un
ranchito que está atrás de la sierra. Uno de mis hermanos y yo nos juimos con
Emilio Barrios, que había levantado mucha gente por esos rumbos. Conocí a
Sabino Salas, un pelao muy taimado, muy ladino, muy serio y que ya había estado
en la refolufia. Pero yo andaba con los de Barrios.
“Los agraristas eran gente como nosotros, ellos nos
enfrentaban porque el gobierno los obligaba. Les decían que si les habían dado
las tierras, lo menos que tenían que hacer era defenderlas. Y les lavaban el
coco diciéndoles que “los faldillones” (o sea, nosotros los cristeros) se las
queríamos quitar. Claro que había unos muy bravos como Manuel Saldívar, Cesáreo
Pinedo, Bucho González y otros. Esos sí eran de tenerles miedo. El mismo
gobierno les dio unos rifles dizque “rusos”, muy curiosos pero que usaban unas
balas cónicas que si le atinaban a un cristiano, lo destrozaban.
Desde la boca de San Pedro, todo el valle se había
hecho agrarista, Pero, mire, no eran gente mala cuando no andaban peliando. Nos
saludábamos, platicábamos y toda la cosa
“-Quihubo Pánfilo? (yo me llamo así) -¿pa’onde vas?”
-“Po’s voy a Jerez a comprar un mandado”.
“-¿Y a poco en ese burro vas a cargar todo el
bastimento? No, hombre, mira, te arriendas pa’mi casa y le dices a mi suegro
que digo yo que te preste las dos mulas prietas, bien ajarciadas. Vas y compras
tu mandado, y aluego cuando ya llegues a la sierra, nomás las sueltas y solitas
van a regresar. Conocen la querencia”.
Y así, pero cuando había pelea, los oficiales del
ejército no eran nada pendejos: los aventaban por delante con sus riflitos
rusos. Mire, les llegamos a quitar muchos de esos, pero no nos servían, porque
esas balitas cónicas nomás no las podíamos conseguir.
Emilio Barrios, era muy astuto, sabía cuándo y cómo
atacar. Cuando veía que al frente del ejército venían los oficiales nos decía
que mejor era retirarnos, porque eran “tropas regulares”, de escuela, soldados
que sí sabían disparar. Cuando no se veían los oficiales por delante sabíamos
que la teníamos ganada, porque eran tropas irregulares o de “leva”. Los
soldados de leva eran levantados en pulquerías, billares y cantinas de Oaxaca,
Michoacán o Guerrero, nomás les encasquetaban el chacó y el rifle y los trepaban en trenes
muy lejos de sus tierras para que no se devolvieran. En las batallas les daba
mucho miedo, porque por delante nosotros les disparábamos, y por detrás sus
mismos oficiales les disparaban y los andaban arriando pa’ que no se
devolvieran. Estos soldados, se llenaban de miedo, aventaban el rifle y corrían
desesperados que nos daba harta lástima.
Por nuestra parte, atrás de la vanguardia, o los de
avanzada, venían los “carroñeros”. Les decíamos así porque iban quitando
rifles, cananas, parque, uniformes, botas, caballos, todo lo que podían, a
heridos y muertos. De esa manera nos hacíamos de lo que necesitábamos.
Parque siempre nos faltaba, pero lo conseguíamos de
una forma que ni se imagina. Mire, el general López se había acuartelado en
Ciénega, y aquí en Jerez estaba al mando el Coronel Enrique Medina del Octavo
de Caballería. Su segundo era el capitán Angel Pérez. Estaban en el cuartel de
la capilla del Diezmo y las amasias, esposas y queridas de los soldados vivían
en unos cuartitos de la vecindad de San Antonio (donde ahora está el mercado).
Ya para entonces los pelones usaban unos rifles americanos muy modernos, y de
esos sí conseguíamos balas.
Po’s de vez en cuando los jefes nos mandaban a
varios, a recoger dinero en una casita del pariancito, aquí en la plazuela del
mercado. Nos daban un paliacate bien pesadito y llenito de monedas de oro y de
ahí nos íbamos discretamente al mesón. Ahí, la esposa de un soldado de
caballería, creo se llamaba Marcial Tirado, nos vendía todas las balas que
necesitábamos. A lo mejor tendría fábrica, porque nos surtía bien, pero se
llevaba su buen costalito de oro. Nos regresábamos por la calle del Toro, con
nuestros huacales muy llenitos, amortiguados con trapos pa’ que no tintinearan
los cartuchos. Y mire, en mucho tiempo nadie nos molestó, nadie nos dijo nada.
A veces, como siempre andábamos de noche, por ahí algunos de la guardia nos
lanzaban el ¡quien vive!, les respondíamos la contraseña: “¡Un amigo con
máiz!”, y sin más nos dejaban pasar, sin vernos siquiera. Ese soldado, yo
pienso que fue descubierto por sus jefes o no les pasó bien la mochada, la cosa
es que el 14 de julio del 29 lo fusilaron, pero ya pa qué, ya la guerra había
terminado, ya no necesitábamos parque.
El 10 de noviembre de 1927, que andábamos con gente
de Quintanar y Perfecto Castañón, tuvimos un enfrentamiento en el rancho de San
Juan con tropas del gobierno. Ahí resulté herido de mis dos piernas. En la
izquierda la bala me atravesó el hueso. Po’s luego que recogieron mis
compañeros el campamento, al ver que no me podían controlar el sangrerío,
decidieron traerme para Jerez, por el arroyo de Jomulquillo, en una parigüela.
Cobijados con la oscuridad llegamos hasta la casita esa de la plazuela del
Mercado. Ahí, en la recámara, acostado sobre un petate, una mujer me empezó a
poner telarañas e “hirlas” de manta, y así se me taponeó el boquete que traía.
Yo aullaba de dolor, pero me lo calmaron casi con un litro de aguardiente, y siempre
que me dolía me daban mis buenos buches de alcohol pa’ que aguantara. Me
entablillaron y así estuve un buen tiempo en esa casita, mientras me podía
mover. El pariancito lo formaban muchas casas con sus frentes iguales. En la
que llegábamos estaba más o menos a la mitad.
La gente de Jerez que colaboraba con la causa, le
llevaba a la mujer que me curó, dinero para parque. Llegaba la gente, mujeres
muy vestidas de negro y tocaban. “¿Quién es?” –preguntaba desde adentro mi
curadora-. De afuera le contestaban “Soy la vecina y traigo noticias”. Luego
que les daban el pase, dejaban dinero, monedas de oro y plata, joyas y
billetes.
Mientras se juntaba lo necesario para comprar una
buena dotación de parque el dinero y joyas se guardaban en una olla grande que
estaba enterrada junto a un árbol a la mitad del corral. Los caballos se
encargaban de pisotear la tierra y nadie se imaginaba que ahí había una
fortuna. Cuando avisaban que había parque, la mujer escarbaba, destapaba la
olla y sacaba lo necesario.
Mientras yo me estaba curando, llevaron a otros
heridos, y ahí estábamos a veces, aullando en coro. En una ocasión, cuando yo
casi podía caminar, llevaron a un pobre hombre, agujereado de la panza. La
mujer no lo pudo curar, pues cómo, así que llevaron al doctor Conrado
Hernández, que aunque trabajaba para el municipio, era gente de confiar. El
doctorcito le abrió más la panza, le estuvo sacando todo el triperío pa’ lavarlo
con alcohol o sabe con qué diantres. Y nomás viera, en el corral yo y todos a
gomite y gomite. Po’s mire, el doctor Conradito le cosió todo el entrecijo y
aunque el hombre sufrió mucho con fiebres, como en un mes ya andaba casi como
si nada. Bendito sea Dios. Sé que otros no tuvieron esa suerte, y en un rincón
del corral los enterraron sin ponerles nada, ni una crucecita. Por ahí deben
andar sus ánimas pidiendo porque los lleven a campo santo.
Po’s todavía era tiempo de frío, cuando llegaron por
mí, que si ya podía montar me arrendara pa’ la sierra, y pa’lla me fui.
Participé en la corrida que la tropa de Trinidad Castañón hizo por Santa Rosa,
Juana González y el Sauz. Andábamos como de día de mercado, pues requisamos
cuanto caballo encontramos, con todo y montura. Cada rato cocoreábamos a la
federación, que nomás no se arrimaban. El 16 de enero del 29 llegamos casi
hasta Jerez y nos encontramos con unos soldados del Chueco Angel Pérez. Les
matamos siete gentes y aprisionamos a varios. Les quitamos unos caballos muy
bonitos que traían, pero luego mejor se los devolvimos porque no servían para
nada, eran caballos de exhibición. Nomás se tragaban el máiz de oquis pa’
pasojear.
A los pocos días, me enteré que habían matado a la
mujer que me curó, y mire, yo le tenía muncho, pero remuncho agradecimiento
porque no nomás a mi me curó, sino a munchos otros que ahí llevaban. La mataron
a cuchilladas, ni siquiera su vida valió una bala. Un día bien enmuinado,
anduve con varios compañeros en Jerez, tomando tequila, y sería medianoche,
cuando nos íbamos a regresar me llenó el sentimiento. Llegué trepado en mi
caballo sin que mis compañeros me pudieran detener hasta donde era la
Presidencia (donde ahora es el correo). Ahí vi de lejos al Bucho González y
otros agraristas, los que al oír el ruido de mi caballo se encerraron. Mero
enfrente, les caracolié el caballo y sacando la pistola la disparé al aire,
mientras les gritaba: “¡¡Viva Cristo Rey!!”. Nadie salió, es más, hasta un
balazo a la puerta le di. Y seguí gritando: “¡¡Estoy solo cabrones!! ¡¡Viva
Cristo Rey!!”. Nadie salió… mis compañeros me alcanzaron en sus caballos y
obligaron al mío a seguirles, pero yo les seguía gritando y disparando mi
pistola. Y mire, salimos de Jerez muy tranquilos por la calle de Tres Cruces.
Nadie nos persiguió. El miedo no andaba en burro, ni a pie…
No hay comentarios:
Publicar un comentario