Don Lorenzo Escobedo llegó a Jerez, y
preguntó al cochero de la diligencia la forma de viajar a Monte Escobedo lo más
rápido posible. Este le dijo que su compadre les podría rentar el carro en que
habían cargado los dos pesados baúles, y para ello mandó a su corredor a
preguntarle al compadre que estaba como guardia en la garita de Las
Hacienditas, pasando el río grande.
No fue mucho rato el que se tardó el
postillón en regresar, pero con una carreta de dos ruedas y tirada por dos
mulas, y dirigiéndose al cochero le dijo:
-Que dice su compadre, que si hay que
ir a la sierra, mejor con este carro, porque el otro no va a caber en los
caminos de herradura, que las mulas de ese las desenganche y las llevamos
amarradas para refresco. Y que le diga al de los cajones, que le deje algo en
garantía. Ahí usté tanteéle. Yo ya voy aprevenido pa’ salir en cuanto carguemos
acá esos baúles. Nomás que el catrín compre algo de bastimento, unas gordas y
tasajo, digo yo.
-Ta güeno, yo mesmo me encargo del
tasajo y orita le pido al señor Lencho el dinero pa’ mi compadre. ¿Ya trais una
güena escopeta? Ya ves cómo se pone fello de Juanchorrey pa’delante.
-Si siñor, llevo en ese costal la
escopeta y un remington, además de un talache, pico y pala, por si hay que
abrir camino. Llevo pedernal y cadena pa’ hacer lumbrada cuando se ofrezca. Y
unas cobijas búlicas.
-¡Ah! Dile a esos güevones que están
ahí azorrillados en la banqueta que se acomidan, que te ayuden a descargar y
cargar. Ahí les das una caña o a ver qué chingaos, pero que te ayuden.
El cochero se entrevistó con el dueño
de los baúles, este hizo señas afirmativas y sacó de entre sus ropas una
pequeña talega con moneditas de oro que le entregó. Seguro era la garantía que
pidió el dueño del carretón.
Un poco rato después, la carreta salió
por la misma calle del Refugio y dio vuelta por la del Hospicio hasta llegar a
la acequia de la alameda y ahí tomó el camino para ir al rancho El Huejote.
-Oiga patrón, yo crioque lo mejor
hubiera sido que nos juéramos por el camino rial, es que ya ve que las lluvias
no tiene muncho que pasaron y por onde vamos es pura brecha y camino pa’ burros.
Si usté quere, tovía nos podemos ir pa’l camino rial.
Ante la negativa del dueño de los baúles
que a pesar de estar amarradas brincaban en la caja de la carreta a cada
movimiento de ésta, siguieron por el rumbo de La Lechuguilla, pasaron ya con la
noche encima por La Estancia. El mozo decidió acampar cerca de un arroyo, en
las cercanías de Juanchorrey.
-No se ve nada y es muy peligroso
meternos así a la sierra. Orita hay harto lobo, mejor cómase sus gordas y un
tasajito pa’ que procure descansar. Hay que tener la lumbrada prendida por si
los coyotes, los lobos o los crestianos. Cualquier cosa que oiga o vea,
truénele a la escopeta.
Durmiendo y vigilando a ratos pasaron
la noche, y en la madrugada del siguiente día comenzaron a subir la sierra del
Venado. El camino no estaba hecho para carretas, y además con las recientes
lluvias abundaban los lodazales. Las mulas tiraban del carretón, a base de
latigazos y todo tipo de maldiciones y palabras raras.
-Hay un ranchito que le dicen “El Mastranto”,
vamos a ver si podemos sestear ahí, pero como le digo, está bien cabrón el
camino, ¿ya vido cuántas vueltas y vueltas hemos echao? Hasta parece que no
avanzamos nada.
Y sí, el camino trazado bordeando
riscos y arroyos pareciera que no llevaba a ninguna parte. Con pericia, el mozo
manejaba a las mulas para que siguieran la angosta brecha en la que apenas
cabía la carreta. En una peligrosa subida, la carreta no pudo avanzar, por lo
pedregoso del camino.
-¡Ah qué la chingada! Las mulas no
pueden subir por lo empedriegoso. Po’s mire. Bájese y póngale piedras a las
ruedas atrás, pa’ que no se nos vaya el carro, yo voy a varejoniar a los
animales pa’ que caminen. Suelte las de atrás, pero procure amarrarlas en algún
árbol pa’ que no se nos vayan.
Don Lorenzo hizo lo que le pidió el
carretonero y a veces empujando los dos, lograron que fuera subiendo el carro.
Ya casi al llegar a la cima, las mulas castigadas dieron un fuerte tirón que
hizo que la carreta se estremeciera y se rompiera el tablón trasero. ¡Y los
preciados baúles salieron disparados, botando contra las piedras y peñascos!
Los golpes los destruyeron parcialmente.
-¡Ave María Purísima! ¡Pero mire
nomás! ¡Trayemos una muertita!- Dijo el mozo mientras sacaba su sudado y
moqueado paliacate para taparse la nariz, pues el cadáver que venía dentro de
uno de los baúles, que estaba emplomado en su interior había quedado entre unas
piedras, ya en avanzado estado de descomposición. Intentó acercarse, pero don
Lorenzo con un grito se lo impidió.
Él mismo quiso acomodar los restos
dentro del baúl, pero fue imposible, porque estaba completamente despedazado,
sus maderas se habían convertido en astillas, las láminas de plomo se
rompieron. Ante la azorada e inquisitiva mirada del mozo, dijo:
-Mire buen hombre. Sí, traíamos a una
muertita, fue mi esposa y me hizo jurar que cuando muriera la trajera a Monte Escobedo,
donde quería que reposaran sus restos. Murió en Zacatecas, pero dicen que
falleció de una enfermedad infecto-contagiosa y querían quemar su cuerpo. Me
las arreglé para traérmela a escondidas en ese cajón cubierto de plomo. No
quise pasar por las garitas de los pueblos donde seguramente me detendrían y no
me dejarían cumplir con la última voluntad de mi mujer. Lo demás usted ya lo
sabe.
-¿Enfermedad infecto qué…? ¿Quere
decir que a lo mejor su infección se nos pega? No siñor, yo me arriendo pa’ Jerez
y voy a dar parte a las actoridades. Eso que ha hecho ha de estar muncho muy
penao por la ley, y yo no voy a ser su cómplice. Ya vé, a uno de probe se lo
joden en la cárcel, usté como quera, como tiene harto dinero. Ahora entiendo
por qué la prisa de llegar al Monte, sin pasar por las garitas de Tepetongo y
Huejúcar. No, yo de aquí me arriendo… quédese con su apestosa muertita.
-No amigo, espérese, no me deje solo.
Le pagaré bien. Mire, en el otro baúl vienen joyas y ropas y un cofrecito con
toda mi fortuna, le doy lo que me pida, pero no me deje solo con el problema.
-Po’s lo que quería la dijunta
muertita, era discansar en Monte Escobedo, ya estamos en terrenos del
menucipio, así que yo crioque lo mejor es escarbar aquí a un lado del camino,
donde la tierra no esté piedregosa y podamos abrir un buen agujero. Mire,
mientras busco un buen lugar, usté ponga las mulas al fresco, pa’ que
descansen. Acomode el cuerpo de la dijuntita también en la sombra y tápelo con
algo, pa’ que no jieda tanto. Es más, saque los triques del otro baúl y ahí
meta a la muertita.
El mozo se ató su paliacate en la
cabeza, para que le cubriera la boca mientras trabajaba, y mientras empezó a
excavar, don Lorenzo hizo todo lo que le pidió. De rato le estuvo ayudando a
darle amplitud y profundidad al agujero. Cuando vieron que estaba bastante hondo,
hasta donde se los permitió el tepetate, depositaron el baúl restante, con el
cuerpo de la esposa de don Lorenzo, y muchas joyas en su entorno.
Lo cubrieron con tierra y con piedras,
para que los coyotes y lobos no lo desenterraran. Los pedazos de madera del
otro baúl los recogieron y los tiraron en un crecido arroyo en las cercanías.
Ya era tarde cuando se sentaron a descansar.
-Oiga patrón, ¿y ora qué hacemos? ¿le
seguimos pa’ delante o nos devolvemos? Total, ya su muertita quedó descansando
debajo de esos encinos. Usté dígame y mañana temprano le seguimos.
-No. Tú te devuelves con el carretón.
Nomás déjame una mula para irme por ahí. Le das a tu patrón lo que creas
conveniente y lo demás es para ti, para que me guardes el secreto-. Dijo
mientras le daba dos talegas de monedas de oro que había sacado de un cofre de
madera que estaba en el segundo baúl.
-Ta güeno, yo jamás de los jamases
diré a naiden lo que ha pasao.
Por la madrugada, se despidieron como
afables amigos. Don Lorenzo se perdió en la sierra, montando a pelo una mula. Y
el mozo desandó el camino en la carreta.
Después, nadie supo que pasó con
Lorenzo Escobedo, algunos dicen que se perdió en la sierra y que se lo comieron
los lobos allá por el río del alicante, otros aseguran que lo vieron por rumbos
de Nayarit.
El mozo que había guiado la carreta guardó
el secreto por varios años, pero en una borrachera que se puso habló de más, y
de esa forma muchos conocieron esta historia. Les atraía el relato de la muerta
enterrada con sus joyas, cerca del camino al Mastranto, cerca de un arroyo y
bajo unos encinos… pero les daba miedo ir a buscar ese tesoro porque temían
contagiarse de la enfermedad que llevó a la tumba a la mujer.
Como cuarenta años después, un general
que se posesionó de una hacienda cerca de Tepetongo, andaba con sus soldados
por el rumbo persiguiendo cristeros. Alguien le platicó la historia de la
muerta del baúl y hasta le aseguró conocer el lugar exacto del entierro. Ordenó
que los zapadores cavaran zanjas para encontrar el que suponía era gran tesoro.
Uno de sus segundones le preguntó: -Mi
general, ¿no tiene miedo de infectarse de la rara e incurable enfermedad de la
difunta?
Y éste con su tipluda y ladina voz
contestó: -No, yo no, si acaso, se van a infectar los que están haciendo los
hoyos. A mí que me den el dinerito y las joyas y ya. Si se los lleva la
chingada, pos’ que se los lleve. Ya les tocaría.
Refieren los lugareños que el
mencionado general no encontró nada, nomás quedaron los hoyos como recuerdo.
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