-¡Andale hija, recuérdate!, ¿qué no oyis ladrar los perros allá
enfrente en la huerta?. Dispiértate y vamos a ver qué es. No sea un coyote
dañero que quiera meterse al gallinero.
-¡Pero amá! Mire, es muy de noche, está muy oscuro. Capaz que el coyote
nos haga algo a nosotras por andar ahí de aprontonas.
Sin hacer caso a los reclamos de
su hija, doña Chabela Olivo, prendió una tea en los rescoldos de la fogata. Se
cruzó su rebozo y volvió a insistir -¡Búyete
mi'ja que la ladradera se oye más fuerte!.
Todavía en esa época, en 1869,
era un pecado gravísimo el rezongarle a los papás, por lo que la muchacha toda
amuinada se levantó del petate en que reposaba y se dispuso a acompañar a su
madre. Ambas ocupaban una pequeña casita en Arroyo Seco de Abajo, enfrente de
una huerta bien tupida de nopales. La anciana (porque doña Isabel ya tenía sus
60 años) con la tea bien encendida se dirigió resuelta a la huerta, seguida muy
de cerca por su temerosa hija.
-¡Oiga amá!, ¿y si nos regresamos? Ya los perros no ladran, ya se fue
el coyote. ¡Mejor ámonos ya amá!
La madre le contestó que deberían
ir a ver el motivo de que los perros se alborotaran, y ahí están las dos
buscando y rebuscando entre la nopalera.
-¡¡Algame la Santísima Vírgen!! ¡¡Pero mira nomás qué mal alma la de la
desgraciada que dejó esto aquí!! ¡¡Mira nomás!! Doña Isabel Olivo no salía de su asombro, y su
hija, asustada primero y curiosa después, se acercó para ver qué era lo que
tenía tan asombrada a su madre. -¿Y ora
qué amos a hacer? ¿Qué vamos a hacer con esta pobre e indefensa criaturita que
una mala madre dejó aquí para que se la comieran los coyotes? ¿Qué hacemos amá?
Y es que al ir iluminando con su
tea, la sexagenaria encontró sobre una piedra grande a una recién nacida
envuelta en un pedazo de sábana vieja.
-P'os llévatela pa' la casa, yo voy a recordar al comisario pa' que nos
diga qué hacer. –Dijo doña Chabela.
Luego de haber despertado a don
Juan Mejía, que era el comisario, este pensó que lo mejor era encaminarse pa'
Tepetongo, donde llegaron ya en la mañana, para que ahí las autoridades
decidieran lo que conviniera con la recién nacida.
-Primero que nada, hay que hacer un acta –dijo el juez de
Tepetongo, que era Onofre de la Torre- y en el acta comenzaron a anotar: “…envuelta en una sabanita vieja en pañales
de unas hilachitas de mantilla de un pedazo de muselina de lana vieja, un paño
amarrado a la cabeza, un fajero de percal. La niña aparenta tener pocas horas
de nacida. En un nudo del paño trae una boletita que se lee que no está
bautizada…”.
-En estos casos, si usted encontró a la niña, usted la adopta. ¿O no es
así don Domingo? -Preguntó como pidiendo opinión el juez Onofre a un viejo
panzón que ahí estaba y que debía tener autoridad. Domingo Berumen se llamaba.
-¡Así es! La ley dice que si usted la encontró usted responde por
ella-. Dijo Berumen luego de un fuerte carraspeo producto de mal morder y
fumar un apestoso puro. Doña Isabel protestó aduciendo su edad, sus achaques y
enfermedades. –Po's si no, que la adopte
su hija.
-Po’s si no hay di’otra mejor la adopto yo. Mi hija tovía no se casa,
¿y ya ve la gente? Van a andar con habladurías, a decir que ya se metió con
hombres. La adopto yo y archívemela como Teodora-. Luego de firmar la
mentada acta los que supieron (el juez y el fumador) el grupo se devolvió al
rancho. La hija de doña Chabela se deshacía en mimos y cariños hacia la
criatura que todavía iba envuelta en los harapos en que la encontraron.
Cuando llegaron al rancho, el
comisario se encontró con que lo estaban esperando para contarle que por ahí
había pasado un hombre a caballo, y que traía atada el sujeto a cabeza de silla
a una mujer. Que algo andaban buscando, porque el hombre enojado le gritaba a
la mujer que dónde estaba el niño. Qué dónde se había aliviado. Y la golpeaba
con un sable repetidas veces. Y que la mujer, que además iba descalza, llorosa
y sufriente le decía que jamás se lo diría, que así la matara nunca sabría
nada.
A los cuatro días, don Juan Mejía
avisado por un vecino, encontró en un cerro al norte de la ranchería los restos
del cadáver de una mujer. Lo más que pudo hacer fue colocar piedras sobre lo
que habían dejado coyotes y perros. Luego, se dirigió a Tepetongo para dar
parte del acontecimiento.
-En esos casos se hace un acta-
dijo don Onofre de la Torre- y como el
cadáver de la desconocida difunta ya está enterrado no hay delito qué
perseguir, por qué no se sabe de qué murió. ¿O no es así don Domingo? –La ley
es muy clara- respondió el panzón Berumen- que estaba muy entretenido
tomándose un pulque. –Eso que nos dice
usted de que hay un sospechoso que la iba golpeando y la llevaba a cabeza de
silla días antes no nos consta, ni nos consta de qué murió la occisa y como ya
está enterrada ya nada queda por hacer.
Y como la interpretación que daba
Don Domingo a la ley, era ley, nunca se supo quién era la mujer, quien el
jinete y si buscaban a la niña que encontrara doña Isabel Olivo.
Lo que sí… es que doña Chabela
notaba que por las noches la niña a la que llamó Teodora y crió con leche de
burra y tés de manzanilla se ponía inquieta y lloraba y lloraba. Cuando
lloraba, en la cercanía de la nopalera ladraban los perros, aullaban en la
lejanía los coyotes y algún lobo desvalagado… y parecía que la voz del viento
repetía gemidos y lloros lastimeros que mucho atemorizaban a las mujeres. Ellas
decidieron venirse a Jerez donde su niña creció ya sin aullidos coyotiles, ya
sin temores nocturnos y se convirtió en la matrona y cabeza de una reconocida
familia jerezana.
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