Doña
Atilana era una mujer huraña, solitaria y siempre vestida de negro, de un negro
intenso y total que hasta los cuervos le envidiaban. Vivía en una casita al
final de la calle larga de la alameda, del lado donde corría la acequia. Para
ingresar a su casa, por las mañanas ponía unos tablones a manera de puente,
mismos que por la noche retiraba. Casi siempre se le veía acompañada de un
perro amarillo, de esos de rancho, ladino, muy ladrador y muy bravo y que lucía
orgulloso entre su pelaje las marcas y desgarres de haber participado y salido
airoso en muchas perriles batallas. Dicen que el perro se llamaba “Sultán” y
que doña “Tila” lo adoptó desde cachorro. El Sultán gustaba de dormir las
diurnas siestas en los tablones que daban acceso a la casa, como si fuera el
guardián del foso de un castillo, así que ni quien se arrimara.
Los
vecinos contaban de doña Tila que se había casado muy joven, y junto con su
marido habitaron la casita de la acequia de la alameda. Aunque estaba
semiderruído el lugar, poco a poco lo fueron levantando. Doña Tila llenó el
patiecito de macetas y todo el frente de la casa fue cubierto de macetas y
flores. El matrimonio no pudo vivir su felicidad por mucho tiempo, pues al
marido lo mataron. Que una bala perdida, dijo la autoridad, y ahí terminó el
asunto, nadie investigó nada. Desde entonces ella vistió de negro llorando en
silencio su desgracia y viudez. Se apartó de la gente, pero siguió viviendo en
la casita que fuera el único recuerdo y legado de su hombre.
Poco
después llegaría a su vida el famélico chucho que todo zarrapastroso le hizo
mil monerías para que lo adoptara y le diera de comer. El “Sultán” pudo después
manifestar su lealtad y gratitud: En una tarde lluviosa llegaron unos jinetes a
la casita y sin bajarse de sus caballos, gritaron para que les abrieran la
puerta. Cuando doña Tila abrió, a grito pelado le exigieron les entregara el
encargo que ahí les había dejado su muerto marido. Ella aseguró no saber de qué
se trataba. Ignoraba qué clase de encargo sería, pero no le creyeron, y con
grandes risotadas desmontaron y entraron violentamente a la casa, empujando y
golpeando a la señora. “¡Orita lo buscamos, y pobre de tí que no lo
encontremos!”, dijeron mientras rompían las macetas y cuanto mueble se les
atravesó.
Doña
Tila, tirada en el zaguán, lloraba desconsolada y llena de miedo. Entonces el
Sultán, que solo había estado viendo sin hacer nada, se acercó a su dueña y la
estuvo mirando por unos momentos cómo lloraba y gemía. Como si le hubiera
ordenado algo o el animal comprendiera algo, se dirigió rápido con cada uno de
los malandros como si fuera un torbellino de rabia, las mordidas estuvieron al
por mayor, y estos al ver que el animal estaba furioso e incontenible, no les
quedó de otra que salir huyendo. Uno sacó su pistola y disparó tratando de matar
al perro, pero el balazo solo le perforó una oreja, su primera medalla de
guerra. Se fueron maldiciendo, con su buena ración de mordidas y jurando que
regresarían. Desde entonces el perro fue el fiel guardián de doña Tila.
A
pesar de que tenía fama de vieja amargada y mala, doña Tila era muy buena.
Acostumbraba salir temprano los domingos a Misa a la Parroquia, y después
compraba verduras y legumbres en la plaza Tacuba. De ahí pedía a un cargador la
acompañara para que le ayudara, mientras ella compraba más provisiones en “La
Bola”, que ya era de don Carlitos Acevedo.
En un carretón de mano, el cargador le llevaba sus compras hasta su
casa, compras muy excesivas para una mujer sola. Pero, lo que no sabían es que
doña Tila repartía todo lo comprado entre sus vecinos más cercanos, que vivían
también en la pobreza. Los domingos al mediodía era muy esperado el regreso de
la mujer. A veces también compraba azúcar, sal, manteca y otras cosas con don
Enrique Berumen, y éste en varias ocasiones le preguntó que de dónde sacaba
dinero si no tenía marido y ella no trabajaba, y siempre pagaba con monedas de
plata. Doña Tila contestaba que tenía un sobrino en los Estados Unidos que le
mandaba algo.
Fue
para un sábado de gloria cuando la asesinaron. Unos rancheros borrachos que
regresaban al Huejote, iban disparando al aire. Doña Tila no alcanzó a
esconderse en su casa: cuando apenas cerraba la puerta, una bala le atravesó la
cabeza. Quedó tirada en el zaguán. El Sultán se echó junto a ella y comenzó a
aullar y gañitar (gañitar es cuando lloran los perros). Los vecinos tuvieron
que lazar al bravo animal, ponerle un bozal y luego lo amarraron en el corral,
para poder velar a doña Tila. Mientras la sepultaban en el Panteón de Dolores,
gente malvada se aprovechó y se llevó las gallinas, macetas, muebles y todo lo
que había en la casita de la alameda. Del Sultán nadie se acordó de echarle un
taco. Ni tampoco se dieron cuenta cuando rompió el bozal y sus ataduras.
El
encargado del panteón vio muchas veces al perro, echado sobre la sepultura de
su dueña, pero ¿quién le dijo donde la habían sepultado? ¿Cómo llegaba al panteón?
Lo corría a pedradas, pero el Sultán insistía en ir diariamente a la tumba. Por
las noches se le veía acostado en los tablones de acceso a la casa, que ya nadie
había quitado. Sus aullidos nocturnos se convirtieron en cosa cotidiana.
Tampoco nadie supo cuando el perro murió. Un sobrino de doña Atilana llegó un
buen día a ver la propiedad, a la que nadie entraba pues se decía que el perro
que todas las noches aullaba seguía cuidando. El sobrino entró hasta la
recamarita de su tía. Ahí encontró a mitad del cuarto el cadáver semimomificado
del Sultán, y aunque pareciera que había muerto mucho tiempo atrás, los vecinos
aseguraban que por las noches se le oía aullar.
El
sobrino se puso a hacer limpieza de la casa, con intenciones de venderla o
rentarla. Al asear el cuarto donde dormía su tía y donde encontró los restos
del perro, notó que había una loza negra suelta y que contrastaba con los
ladrillos del piso. Sin dificultad quitó la piedra y encontró una oquedad
pequeña, recubierta con ladrillos, y lo más sorprendente y grato: la oquedad
casi llena de monedas de plata y una que otra de oro.
Entusiasmado
por el hallazgo, el sobrino se dedicó luego a derrumbar toda la casa, pensado
tal vez que habría más tesoros enterrados en algún otro lugar. ¿Sería ese
dinero el encargo que buscaban los malosos jinetes? Solo doña Tila supo, pero
su secreto se fue con ella.
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