domingo, 22 de mayo de 2011

MI AMIGO SIMON


LOS POETAS SE MUEREN DE HAMBRE
Hace ya muchos, pero muchos años, cuando todavía me daban diez centavos de domingo, comencé a escribir poesía. La maestra Chole Márquez me inició en ese campo de las letras, que luego cultivaría con las enseñanzas de la profesora Elvira Díaz Briseño, quien me hizo conocer a fuerza de leer, a todos los grandes escritores de habla hispana. Yo les hacía poemas a las vacas porque entonces ni novia tenía (gracias por recordarme esa etapa de mi vida, Dra. Esther Lozano) “…La vaca pensativa/ se queda en la llanura, / mientras que yo me voy, / rumiando mi amargura”. (Se supone que las vacas son las que rumian y uno es el que piensa).
También –junto con mis hermanos- hacía poemas satíricos e irreverentes que escribíamos con gis en las puertas de la troje de la casa donde vivíamos. “…Algo incoloro, / detonante o callado, / por desgracia no inodoro / suelto libre o apagado… / causante de tanto mal / y enconadas discusiones / hace daño por igual / a ricos y pobretones…”.
Después cuando estaba en la prepa me dio por hacer “calaveras”, muy bien rimaditas, de versos octosílabos, y que sí calificaban momentos chuscos de los agraviados, no como las de ahora que ni riman, ni tienen musicalidad, ni son irónicas, ni nada.
Fue un amigo impresor (Aurelio Pérez “La Estrella”) el que luego me dijo que los poetas y escritores se morían de hambre. Que si me fijaba no había poetas gordos, que siempre andaban vestidos como “El Pizarrín”, que me dedicara a cualquier otra cosa productiva. Y sí, me imaginé a los poetas que andaban a la greña empeñando hasta su tintero para conseguir algo para presumir que comieron. O se suicidaban porque su musa no les correspondía. O hasta se morían de pulmonía por andar paseando bajo la lluvia esperando la inspiración de su musa. Así que me olvidé de la poesía, de los escritos bellos, de las calaveras; aunque por ahí tengo un par de cuadernos llenos de poemas que algún día daré a conocer, al fin y al cabo de hambre ya no me moriré.
Los escritores (bueno, los que presumen serlo) no me juntan en su club porque dicen que no sé escribir, los cronistas tampoco porque me pitorreo gacho de ellos, los periodistas me toleran porque les echo la mano de vez en cuando, pero ahí la llevo… gordito y con ganas de seguir viviendo otro tostón más.
Bueno, ahí les va otra historia de la Escuela Tipo. Esta no tiene la calidad literaria que se exige en un buen relato, pero ha servido para sacar de apuros a uno que otro escolapio que la ha llevado de tarea.
La escribí hace tiempo, aquí está, para que la incluyan en su acervo… pero acuérdense que es mía:
EL AMIGO SIMON…
                Simón era un niño delgado, moreno, bastante enfermizo por lo que con frecuencia faltaba a clases, pero a pesar de eso era mucho muy aplicado, muy inteligente. Nosotros le decíamos que estaba “apapachado” por el profesor, porque en las actividades físicas no le permitía correr, brincar, ni nada que representara un esfuerzo adicional. El aula de 5º. Grado se encontraba al lado sur de la escuela. Entrando a la escuela primero estaban los salones de los grandes, de los de sexto año. Por ahí se escuchaba al Che Girón, a la maestra Delia, a la maestra Carmela educando a sus alumnos. (Tanto el Che, como su esposa, la maestra Carmela Sifuentes tenían fama de ser muy estrictos y regañones, pero eran excelentes educadores). Luego a mano derecha estaba nuestro salón, que en las mañanas de invierno se llenaba de un sol muy abrigador y hasta el profesor nos permitía salir un ratito a disfrutar de su calorcillo y que se nos desentumieran los dedos de los pies mal guardados en unos calcetines hechos de pedacitos y unos zapatos siempre estropeados y que parecían cajuelas abiertas de carro.
                Nos sentábamos en la banquetita y ahí siempre ocurría que Simón empezaba a sangrar por la nariz. De inmediato lo recostábamos y le poníamos pedazos de papel de envoltura bien mojados en la frente. En las ausencias de Simón, el profesor nos decía que debíamos ser buenos y tolerantes con él porque tenía “leucemia” o algo así. ¿Y qué es la leucemia? Nos preguntábamos, pero nadie daba una respuesta entendible para niños de 11 años.
                Una mañana de marzo, el profesor nos dijo que teníamos que ir al Panteón para decirle adiós a nuestro compañero Simón, quien falleciera el día anterior. Fuimos a su casa, y ahí desfilamos ante su blanco ataúd. A mí me impresionó bastante su cara, ya no morena, sino del color de la cera. Las facciones muy afiladas, pero parecía que estaba como dormido solamente. La madre llorosa e inconsolable no dejaba de abrazar la caja y de llamar a su hijo, y todos nosotros también, pues en esa época en que no había tanto adelanto tecnológico, la muerte era algo que no comprendíamos bien. Entre todos nos turnamos y llevamos cargando su ataúd hasta el interior del Panteón de Dolores, un lugar que entonces me parecía bastante grande, y bastante tétrico, además que estaba muy descuidado y por doquier se veían huesos humanos y hasta calaveras a flor de tierra. Ahí, siguiendo las indicaciones del profesor, todos los niños arrojamos un puño de tierra al interior de la fosa y limpiándonos las lágrimas con el dorso del brazo, nos despedimos del que fue nuestro compañero.
                Yo compartía el mesabanco con Simón, en una posición privilegiada, al lado derecho del aula y a unos pasos del escritorio del maestro. Luego ya no quise ese lugar, porque de alguna forma me sentía culpable de que Simón ya no estuviera ahí. Recordaba las veces que peleábamos, las que no le quise prestar mi lápiz o no le quise dar una hoja de mi cuaderno, o no le hacía caso en sus pláticas.
                Simón fue el protagonista de muchos de mis sueños posteriores… hasta que poco a poco fui olvidando a aquel niño que fue mi amigo, que compartió conmigo muchos momentos… y que se fue a causa de una enfermedad de nombre raro… y que nadie sabía decirnos que era… leucemia.