Uno de esos historiadores
que creen sabérselas de todas me aseguró que en Jerez en los años de la
invasión francesa no pasó nada, que los franceses amistaron y hasta
emparentaron con los jerezanos. Eso no es cierto, sí pasaron varios
acontecimientos bélicos, y de ahí se desprende esta hermosa leyenda:
LA
LLORONA DE LA CALLE DEL CIPRÉS
Cuando los
franceses al mando del capitán Crainvilles llegaron a Jerez, el 26 de marzo de
1864, hubo tímida resistencia por parte de los campesinos y habitantes de la
región, así como de las tropas leales a González Ortega, pues los ricos
comerciantes, poseedores de haciendas y acaudalados negociantes vieron con
mucho agrado la intervención de los galos. En menos de dos meses, Hilario
Llamas (constructor y dueño de la finca conocida como “De las Palomas”) firmaba
a nombre de Jerez el acta de adhesión al Imperio de Maximiliano. Claro, a él ya
lo habían nombrado antes Prefecto, con lo que podría resolver muchos agravios
que tenía con quienes habían sido autoridades antes.
Los
franceses en su aventura de guerra, venían acompañados de feroces zuavos que no
se tentaban el alma para despachar al otro mundo a cuanto cristiano les
pusieran enfrente. Eran estos zuavos soldados mercenarios de Argelia. Y se
caracterizaban por usar unos pantalones colorados muy voluminosos, chaqueta
corta sin cuello, faja de lana muy ancha, polainas de lona blanca y un gorrito
tipo fez con su borla. (Como si fuera un vaso al revés). Los zuavos hicieron
muchas tropelías en la región y eran temidos, pues el tener la desgracia de
enfrentarse a ellos era condena inequívoca de muerte.
Sucede que
los franceses se quejaban de que tiradores anónimos les causaban bajas cuando
hacían sus rondas, esto especialmente cuando vigilaban las alturas del
Santuario. Por buen tiempo no se supo de donde provenían los disparos que
causaban muertes a los invasores. Hasta que una noche, alguien detectó que
desde un alto ciprés situado en el callejón de las Campanas era de donde
disparaban. Hay que aclarar que este callejón de las Campanas fue llamado así
porque en el siglo XVIII ahí se establecieron las fraguas para fundir varias esquilas
que luego serían colocadas en los templos de Jerez. Luego se conocería como
calle del Ciprés o de las Artes.
Los franceses dispusieron
vigilancia especial nocturna y pronto tuvieron éxito. Un grupo de zuavos logró capturar en una oscura
noche a rebeldes jerezanos que se subían al entonces vigoroso ciprés y desde
ahí disparaban con sus rifles a las patrullas de invasores que rondaban. Se
guiaron por el resplandor de los disparos.
Sin esperar nada, en cuanto los apresaron, ahí mismo les dieron muerte
degollándolos con sus filosas cimitarras. Por desgracia, un pacífico jerezano
acompañado de su esposa venía entrando por la acequia de esa calle sin darse
cuenta de lo que ocurría. Cuando vio a los soldados, apremió a su mujer para
desandar sus pasos, interponiéndose para lograr que ella escapara, pues los
zuavos creyéndolo un enemigo más lo corretearon hasta alcanzarlo. Eso no les
fue muy difícil, porque los argelianos bereberes están acostumbrados a correr
en las ardientes arenas del desierto delante de los camellos para que estos
caminen a su vez.

La infeliz
jerezana plañía, rogaba a la Virgen de la Soledad para que a ella le diera
también la muerte, y a pesar de las amenazas de los zuavos, no se alejó del
lugar. Por varios días sus lágrimas, gritos, y peticiones de clemencia llenaron
con sus ecos el barrio, sin que nadie intentara consolarla ni bajar los
despojos del desafortunado del mezquite donde pendía como siniestro trofeo.
¡¡¡Ayyy de mis hijos!!! ¡¡¿¿Qué será de mis hijos sin su padre??!! ¡¡No me
desampares Virgencita de la Soledad!!
Se cuenta
que en el anonimato de una noche, valientes manos descolgaron los macabros
restos y también se llevaron a la desconsolada viuda que dicen, murió de
angustia e inanición a los pies de su marido. Se dice que fueron sepultados
dentro de la huerta que perteneciera a don León Cabrera, muy cerca del ciprés,
donde con el cobijo de las aguas de la acequia servirían de nutriente abono
para el árbol.

Los vecinos
de las calles del Ciprés e Hidalgo, aseguran que en las noches oscuras se
escuchan gritos pidiendo auxilio, lamentos y sollozos en las cercanías de la
sacristía, luego se percibe como si quien llorara o se lamentara recorre la
calle Hidalgo y sigue por la del Ciprés, perdiéndose los ruidos casi al llegar
al Ciprés. Hay quien asegura que es el alma de la desafortunada mujer que
perdiera a su marido en esa cruenta noche en que se encontraron con los zuavos.
¡¡¡Ayyy de mis hijos!!! ¡¡¿¿Qué será de mis hijos sin su padre??!! ¡¡No me desampares
Virgencita de la Soledad!!.
EL BURRO DE LOS CODOS NEGROS. Hace pocos días, en la
presentación de un libro a la que acudió el ya famoso y fementido poeta de los
codos negros, un cronista le preguntó: “-Y tú, ¿Cuándo haces tu libro?” A lo
que el poeta archivista contestó: “En cualquier rato, si este burro puede ¿por
qué yo no?”. –Refiriéndose a la persona que estaba presentando su obra, obra
que fue el fruto de muchos años de investigación. Este poeta –el de los codos
negros- tiene bastantes años de robarse impunemente los archivos para su uso
personal y nunca ha podido hacer ni siquiera un mamotreto de poesía. Lo que
debe hacer es tener más cuidado con lo que dice y a quien se lo dice. Aunque
traiga lentes, le pueden tumbar los dientes. (Salió el verso y eso que yo no
soy el poeta de “las callezuelas en que se gastan las suelas, cuando les duelen
las muelas y les pican las… espuelas”).