domingo, 11 de septiembre de 2011

LA HERENCIA DE LA COCHINA

Luego de un largo, pero muy largo descanso, retomamos la pluma para seguir escribiendo historias y leyendas y relatos cortos, que se les gustan a mis paisanos y paisanas. Agradezco a todos los que preguntaban el porqué no salía mi columna. No era porque me hubiera peleado con el director del semanario, a quien me une una entrañable amistad de un chingo de años. Tampoco porque Lalo López me lo prohibiera. Menos porque se hubiera terminado el “cacúmen de Berumen”. Simple y sencillamente porque, como dijera mi apreciado amigo don Danny de la Gamada: “Dos descoloridos no me dejaban escribir” y no pregunten quienes son, porque no les diré. Para desgracia de las viejitas que usan veinte escapularios, de esas que se sofocan cada que se dan sus golpes de pechuga, de esas que se escandalizan cuando uno emite lo más sonoro del vocabulario mexicano, aquí estoy nuevamente. En esta ocasión les ofrezco una historia muy serrana, con dedicatoria especial para don Carlos García:

LA HERENCIA DE LA COCHINA

En la segunda década del siglo XX vivía en la sierra de Los Cardos don Clemente García, quien con toda su familia pasaba largas temporadas en un ranchito de aguas arriba del punto conocido como “El Chilaquil”. Esta persona se había ido a vivir ahí por miedo a los revolucionarios, con los que había tenido graves diferencias pues habían acabado con sus vacas a balazos nomás por puro gusto. Logró salvar unos cuantos marranos que se llevó al monte, donde vivían. Cuentan que cuando su esposa falleció a los pocos días de parir a su cuarta hija, se encontró con el apuro de criar a la recién nacida. ¿Y cómo? Alguien le había aconsejado que la leche de cochina era muy buena para los niños, y precisamente unos días antes una puerca había tenido cochinitos.
Don Clemente se las fue ingeniando para que antes de salir por la mañana al monte, la niña tomara todo lo que pudiera de las chichis de la cochina, claro está, que primero se las lavaba y la echaba al suelo para que así la niña se amamantara al cuidado de su hermano mayor. Por la tarde se repetía la operación. De esta manera la niña sobrevivió y a los seis años ya se llevaba a pastar unas chivas, que habían acrecentado el patrimonio familiar, a los grandes agostaderos serranos. Lo curioso es que la marrana siempre la acompañaba. Mientras las chivas triscaban la yerba, la niña se entretenía cortando manzanillas, o cuando los nopales estaban pletóricos, cortaba tunas para comer, y además le pelaba algunas a la puerca. Sus hermanos se burlaban del afecto que le tenía ella a ese animal que de alguna forma había suplido el calor y la leche materna que nunca tuvo.
En el mes de octubre, cuando se acercaban las fiestas de El Cargadero, unas personas fueron con don Clemente para comprarle la marrana, que estaba bien chonchita, y además querían que se las hiciera chicharrón, carnitas y chorizo, pues en las fiestas de San Rafael Arcángel se venderían muy bien.
El buen señor le pensó y le pensó, y les ofreció otros animales, pero los compradores insistieron en que querían a la marrana. Sobrevivir en la sierra en aquellos años era muy duro, por lo que unos cuantos centavos no le caerían nada mal, así que la venta se hizo.
Al siguiente día, don Clemente no se fue al monte, y cuando la niña ya iba con las chivas y la marrana, le ordenó enérgicamente y con cara de enojado que no se llevara a la cochina. La niña llorosa se fue con sus chivas y ahí anduvo todo el día muy triste porque no la había acompañado su animal. Pero se entretuvo cortando tunas para llevárselas a su regreso. Cuando la fue a buscar al corral no la encontró, preguntándole a sus hermanos, que no le contestaban y nomás la miraban con la vista baja. Como tampoco estaba su padre, la niña comprendió por qué no le dejaron llevarse ese día a la marrana.
Cuando don Clemente regresó de donde habían descuartizado al animal, encontró a la hija acurrucada y llorando en una esquina del petate que le servía de cama. La quiso consolar y le entregó unas monedas de oro que traía en un paliacate. “Estas monedas las traía la cochina en las tripas, a lo mejor son valiosas, te las dejó a ti”.
Los siguientes días, don Clemente acompañaba a su hija a donde llevaba a pastar las chivas, y le insistía para que le dijera el lugar exacto en el que la cochina se echaba cuando iba con ella.
Cercano a una tupida nopalera se encontraba un añoso mezquite, la niña le dijo a su padre que ese era el lugar donde le pelaba sus tunitas al animal que había sido su nana. Y a veces ahí se estaban buena parte del día.
Después, toda la familia se dedicó a escarbar, sin encontrar nada. Todo ese pedazo de monte lo llenaron de talachazos sin encontrar ni una moneda más, por lo que creyeron que las encontradas en el interior de la cochina eran las únicas.
La niña creció, y como es natural, ya no quiso vivir allá en la lejanía del cerro, donde solo la acompañaban su papá y sus hermanos. Claro, que continuamente escuchaba las serenatas que los coyotes dedicaban en las noches de luna. Se decidió venir a vivir a Jerez, empleándose como criada en una casa de la calle Esmeralda. Acostumbrada a las rudas labores, pronto se ganó la confianza de sus empleadores, a quienes contó su historia, incluyendo lo de la cochina y las monedas que le dejó como herencia, y que ella guardaba todavía.
-¿Y nunca se les ocurrió buscar en el mezquite?- le preguntaron. La duda fue sembrada, pues escarbaron alrededor de él, pero nunca se les ocurrió que tal vez el árbol tuviera alguna oquedad muy bien tapada y ahí estuviera una ollita o una cuera llena de monedas de oro que quien sabe quién hubiera escondido por allá, en lo alto de la sierra, en El Chilaquil.
AMIGOS. Tristeza y desconcierto me causó la repentina muerte de JAIME RAYGOZA VERA, quien en estos tres últimos años había demostrado el renacimiento de todas sus cualidades que por mucho tiempo estuvieron empañadas y ocultas. Jaime y yo comenzamos a caminar desde que teníamos trece años por las inciertas veredas del periodismo, de la mano del Profesor Fernando Robles. Lo que me causa sorpresa, es que luego de su muerte todos presuman de haber sido sus amigos, compañeros, colegas, etc. Cuando “Cheims” necesitó un taco, un plato de frijoles, un regaño, un consuelo, una moneda, pocos (muy poquitos) fuimos los que siempre le echamos la mano incondicionalmente. Así que no hay qué ser hipócritas, se los digo a los que no son mis amigos, no son mis compañeros y tampoco son mis colegas. Cheims murió en la raya, trabajando, como los grandes. Mi sincera condolencia es para la Doctora PINA quien le supo dar todo lo que le fue negado por muchos años, quien lo levantó del fango e hizo que renacieran todas sus inquietudes e innatas cualidades. Del fango lo recogió pobre, deshauciado y abandonado, y a la madre tierra se lo entregó como un hombre de provecho, como un gran artista y un “compañero” (mío si fue) periodista.
¡TODAVÍA HAY LIBROS! Y bueno, hay que recordar que mis libros “Leyendas y Relatos de Jerez”, así como “Conozco Jerez”, están a la venta en “NEVERIA EL PARAISO”, “REGALOS GERSY”, Discos y Cassetes “ARA”, con don Miguel Estrada en los portales del mercado (donde venden periódicos), en PUBLICACIONES SOFIA, en Video REC, en mi casa (Reforma No. 51) y no me acuerdo donde más. Ya en un par de semanas estará listo el Tomo III de Leyendas y Relatos. Así que si no me quieren ver sufrir por no comer, compren mis libros. Ya dije.