jueves, 9 de agosto de 2012

LAS MONEDAS DE LA MUÑECA


Llegaron empujados por la sequía… por el año malo, por el hambre, por las malas cosechas. Llegaron buscando nuevas oportunidades de vida y es que en El Huejote don José Luis no encontraba la forma de poder mantener a su numerosa familia…  Y así, llegaron a Jerez, con una mano delante y otra detrás, buscando su futuro en un pueblo que también languidecía por su miseria. Que no acababa de restañar las heridas que las numerosas guerras le habían dejado.
Una pequeña casa en esquina fue la que los albergó en su nueva aventura, rentada “de palabra” a muy bajo precio. Esta casa tenía al frente un cuarto con dos puertitas que daban a la calle. Un par de pequeños cuartitos atrás y un patio y un corralito. Sobre el cuarto que daba a la calle, otra habitación con un balcón.
El patriarca de esa familia, José Luis, era un hombre joven, de pelo quebrado, de bigote poblado y de mirada clara y penetrante. Su vestimenta de siempre era pantalón de mezclilla y camisa blanca de manga larga que se arremangaba siempre para que no se viera la mugre. Protegía sus pies con huaraches de esos de suela de llanta y tres correas. La esposa, una mujer muy blanca, que debió haber sido de buen porte, pero avejentada por sus múltiples partos. Su mayor lujo era ir al salón de belleza de Gloria Carrillo a que le hicieran “la crepé”.
La Muñeca era güera y pecosa...
Yo los conocí porque pusieron de inmediato una pequeña, muy pequeña, tienda de abarrotes en el cuarto de las dos puertas a la calle. De esas tiendas de antes, en que se compraba un cuarto de arroz, un veinte de sopa, un peso de galletas sabrosas, un tostón de manteca, treinta centavos de chiles jalapeños, y así. José Luis, despachaba diligentemente lo pedido, agarrándolo con sus manos sucias y poniéndolo sobre el cucharón de la báscula. Entonces ni quien dijera nada por las condiciones de insalubridad. También los conocí porque una de sus hijas coincidió conmigo en la escuela primaria, en la Escuela “De la Torre” que en esos entonces también la pasaba mal. El edificio pedía a gritos una manota de gato. El salón grande de la primera planta que albergaba el primer año tenía solo pedazos de madera, de lo que en un tiempo debió haber sido lujosa duela. La mayoría de los niños nos sentábamos en la tierra. Las paredes lucían una pintura “espectral” y ya muy destruída, quizá de principios del siglo XX.
La niña no recuerdo como se llamaba. La maestra de inmediato la apodó como “La muñeca”, pues era muy simpática, pequeñita, blanca, pecosilla, de pelo güero y en caireles. Llevaba vestiditos de olanes que para nosotros nos parecían lujosos. Y sus pies los calzaba con huarachitos blancos.
Pues como vivíamos por el mismo barrio, nos hicimos amigos y muchas veces a medio día o por la tarde regresábamos juntos a nuestras respectivas casas. (Antes iba uno por la mañana y por la tarde a la escuela). En una de esas veces en que íbamos con nuestros raídos cuadernos bajo el brazo, “la muñeca” me contó que en las noches cuando iba al corralito, se le aparecía una señora que le decía que escarbara abajo del lavadero del patio, y que todo lo que sacara se lo regalaba. Decía que le daba mucho miedo, y siempre que se ofrecía, pedía a alguno de sus hermanos la acompañara. Que sus papás y hermanos se burlaron de ella cuando les contó eso, y le decían que era una mentirosa porque a ellos no se les aparecía nada.
El Cura le compraba las monedas...
Un día llegó a la escuela, y a la hora del recreo nos enseñó a varios una pequeña monedita dorada. “Estaba ayudándole a mi mamá a lavar, y cuando enjuagaba la ropa, se cayó un pedacito de enjarre de abajo del lavadero y entre las piedritas y arena me hallé esta monedita” Le preguntamos que si había más o que si le había dicho a su mamá de eso. “No, mi mamá estaba tendiendo la ropa y no le dije y no vi más”. ¿Y como qué se puede comprar con la monedita?. –Le preguntamos-. “No sé, a lo mejor ni vale, parece como medallita”.
 “La muñeca” fue por varios días la estrella del salón, pues todos querían ver la medallita que se encontró. A los pocos días nos “disparó” a todos naranjas con chile piquín. Ya luego nos platicó que el viernes primero (antes era obligatorio para todos los niños irnos a confesar los viernes primeros), cuando se fue a confesar a la Parroquia, le dijo al padre de la monedita, que si no era pecado tenerla. El padre le preguntó que de donde la había sacado, que si no era robada. Y ella le contó toda la historia. El sacerdote le dijo que buscara más en donde se la había encontrado y que él se las compraba todas, dándole unas monedas por la que llevaba.
“La muñeca” luego nos dijo que le rascó al enjarre del lavadero y salieron más moneditas que le fue llevando al ambicioso sacerdote, que seguramente le daba cualquier cosa por ellas. Pero en una niña de aquel entonces, fue notorio que gastara de más, y pronto los papás se dieron cuenta. Le pusieron una regañada por no decirles y por venderle las monedas al presbítero. La niña ya no fue a la escuela, y como la maestra nos mandó ir a preguntar qué pasaba, el papá nos dijo que estaba enferma y que ya no volvería a ir.
Ya tumbaron el balcón...
Días después en que yo regresaba de comprar la leche con don Antonio Morales (en la lechería que estaba frente al pórtico norte del Santuario) me encontré a “la muñeca”, muy curra, muy bañadita y arregladita. Y sentados en una banca del jardín chico, me contó que cuando sus papás supieron la regañaron mucho. José Luis –el papá- agarró un talache y tumbó todo el lavadero, y en la parte de abajo encontró muchas monedas de oro y de plata, mohosas por el agua que se transminaba. “Mis papás las estuvieron limpiando y las echaron en dos paliacates que guardaron en el ropero. Mi papá me regañó mucho por las que le llevé al cura, dijo que me había robado, que se había aprovechado de mí y hasta le iba a ir a reclamar pero mi mamá no lo dejó, porque capaz y hasta nos excomulgaba”.
Después, la tiendita de abarrotes cerró sus puertas. José Luis y su familia desaparecieron de Jerez. Alguien dijo que se fueron a Estados Unidos. Hace pocos años, los dueños de la finca tuvieron la feliz idea de tumbar el segundo piso, derrumbando el balcón del que solo quedan testimonios en fotografías oportunamente tomadas.