viernes, 14 de octubre de 2016

“¡La Virgen se la dio!” –Leyenda jerezana-

En torno a las imágenes religiosas se tejen historias legendarias, cuyo denominador es el mismo: el hacer entender que la imagen llegó a determinado lugar por su voluntad y medios divinos. Esta era una manera muy usual que se utilizaba para convencer a los sencillos naturales de éstas tierras las bondades de la religión que recién llegaba.
Por distintos puntos de la geografía la leyenda es similar: de alguna manera llegó una imagen, la cual no quiso irse ya. (La aparición misteriosa en un ayate, la imagen “de bulto” transportada en una caja a lomos de una mula, el encuentro en una cueva o en un tronco hueco). En Europa son muy comunes las imágenes de “Vírgenes negras” que fueron encontradas bajo tierra, persistencia quizá de cultos anteriores al cristianismo. Pero nuestra intención no es ahora la de estudiar este aspecto, sino el de ofrecer una narración que mucha similitud guarda con otras que quizá el lector ya haya leído o escuchado:
La imagen de la Virgen de la Soledad de Jerez poseía dos pulseras, un magnífico trabajo de orfebrería, en las que predominaban los diamantes bellamente cortados y trabajos en chapa de oro con hilillos de perlas. Estas pulseras se las había donado a la Virgen la piadosa dama, doña Gabriela Colón de Larrategui, quien en su testamento dictado en 1787, dispuso que le fueran entregadas esas joyas a la imagen.
Esas pulseras aún aparecen en un inventario realizado a principios del siglo XIX, pero ya no en el de 1904, en el que solo se menciona a una, muchos creen que fue un sacristán el que la hizo perdediza, pero de ello nos platican lo siguiente:
Los años posteriores a la culminación de la independencia, fueron como todos los coronamientos de luchas fraticidas: de hambre, de inseguridad, de epidemias. Así estaba el hogar de Miguel Escobedo, quien vivía al lado de su esposa Josepha de Bargas y sus hijas Francisca, Juana y María Dolores en el barrio de San Miguel, en la parte poniente de la villa. Tanto Miguel como su esposa salían diariamente en busca del sustento, pero como las siembras eran escasas no había quien les proporcionara trabajo a los desposeídos, si acaso uno o dos mendrugos de pan que eran atesorados para que sirvieran de alivio momentáneo del hambre de las pequeñas hijas de Escobedo.
La desesperación era tanta, y tantas sus penas, que se veían atenazadas con las enfermedades contínuas que a su hogar llegaban. En una de sus congojas llegó suplicante hasta el interior del Santuario y se posó arrodillado y lloroso bajo la imagen de la Virgen de la Soledad. (Entonces el manifestador o camarín y altar mayor eran muy diferentes, de menores dimensiones y sin vidrios). Entre sollozos contaba sus cuitas y sus pesares a la jerezana imagen, cuando sorprendido vio que a sus manos cayó una de las pulseras de la Virgen.
Al alzar la vista le pareció que Nuestra Señora de la Soledad le sonreía benévola y protectora.
-“Gracias Señora, por el don preciado que me has hecho con el que sabré sacar adelante a mi familia”. Creemos que así agradeció el súbito regalo celestial.
De inmediato, terció uno de sus burros y se dirigió a Zacatecas para tratar de vender la pulsera. En Zacatecas abundaban los joyeros, expertos conocedores de metales y piedras preciosas, por lo que no fue difícil llegar a un lugar donde ofreció en venta la prenda.
-¿De dónde sacaste esta belleza?- le preguntaron.
-Me la dio una señora, respondió con aplomo.
Al valuador le pareció sospechoso que alguien harapiento pudiera poseer algo tan valioso por lo que llamó sigilosamente a los alguaciles, los que llevaron a las cárceles a Miguel de Escobedo mientras se investigaba el origen de la joya. No batallaron mucho en sus indagatorias, pues prontamente alguien la identificó como una de las piezas que Gabriela Colón regalara a la Virgen de la Soledad de la Villa de Xerez.
Escándalo causó en toda la sociedad zacatecana que alguien se atreviera a realizar un sacrílego hurto, y además “cínicamente” dijera que la imagen le había regalado la pulsera. Las deliberaciones en este caso no fueron muchas, pues se comprobó plenamente que a la imagen le faltaba una de las pulseras, además que el delincuente ya estaba preso. Se le sentenció a la pena máxima que sería aplicada en la plaza de la Villa. La pulsera se volvió a poner en la mano de la imagen, asegurando bien el broche.
Así, una fría mañana de enero, Miguel de Escobedo era conducido por un grupo de alguaciles a la horca, que se encontraba en medio de unos añosos árboles frente a la casa consistorial.
Como última voluntad y casi con alaridos, pidió a sus guardianes le concedieran el ver la imagen jerezana. El alcalde constitucional, que lo era Pedro José Zesati del Castelú, vio como cosa natural eso, pues suponía que el delincuente arrepentido quería pedir perdón a la Virgen antes de ser ejecutado.
En el interior del templo, su esposa Josepha, junto con sus hijas, oraban calladamente mientras ríos interminables de lágrimas surcaban sus pálidas mejillas.
Ahí fue llevado Miguel de Escobedo, con las manos con grilletes. Mucha fue la concurrencia, pues todos deseaban llenar de improbios al sacrílego que osó robar una pulsera a la Virgen. Al estar hincado frente a la imagen, su plegaria, más que una oración parecía un desesperado alarido:
-“¡Mira Señora lo que han hecho de mí! ¡Tú sabes la verdad de todo! ¡Cuando sea muerto acógeme en tu seno y no desampares a mi esposa e hijas!
Todos los que maldecían a Miguel de Escobedo fueron testigos esta vez, de que de las manos de la imagen de la Virgen se deslizaba nuevamente la pulsera e iba a caer exactamente en las manos del reo.
-¡Verdaderamente ella se la dio! ¡Esto es un milagro!-, coreaban a voces, mientras que el acusado era socorrido por sus hijas y su esposa, sin que los guardias atinaran a hacer nada.

Mucho se discutió al respecto, y se concluyó que, si era voluntad de la Virgen regalar la pulsera, así debería ser. Y así pudo, Miguel de Escobedo recomenzar una nueva y ejemplar vida, ya que uno de los principales de la villa, Martín de Careaga le compró la prenda a crecido precio, misma que su familia conservó por muchas generaciones como testimonio de una decisión que era completamente divina.