viernes, 20 de junio de 2014

NOMÁS POR ESO NO APLAUDIMOS…

Fue exitosa la temporada que la compañía italiana de Ópera de Ángela Peralta tuvo en el teatro Calderón de Zacatecas, en el verano de 1882. En esas presentaciones contó con el apoyo del eminente músico Fernando Villalpando como su director de concierto. Algunos días antes de que la compañía saliera a Monterrey, al término de la temporada en Zacatecas, la Peralta se entrevistó con Villalpando:
-Maestro, ¿conoce usted Jerez? ¿Cómo es? Me han contado mucho de esa ciudad, de su gente, por eso es que me gustaría que me hablara de esa ciudad.
-Señora, Jerez es un pueblo pequeño, una ciudad pintoresca y amable. Dicen que sus vecinos son muy cultos y hospitalarios. A medio día de camino. Si quiere, la puedo acompañar cuando usted lo disponga. Sé que tienen un teatro pequeño, pero no lo han terminado, la sala está funcional, pero faltan las casas de alojamiento de los artistas.
-¿Podemos ir mañana mismo? El señor Cayetano Escobedo ha puesto a mi disposición su carruaje.
-Será un placer para mí acompañarla, junto con mi esposa Josefa, a quien le dará mucho gusto poder conocerla personalmente. Pero habrá que salir antes de las cinco de la mañana, porque el camino es largo y malo.
-A esa hora estaremos ya saliendo hacia Jerez.
Así, en la madrugada del domingo 17 de septiembre de 1882, un carruaje salió del Hotel Zacatecano (actual edificio del Obispado), llevando en su interior a la diva, a Julián Montiel, a Villalpando y a su esposa Josefa González. Poco después del mediodía ya estaban en la pequeña villa, siendo recibidos por un grupo de personas encabezados por don Pedro Cabrera, jefe político del lugar, avisados convenientemente de su llegada por medio de un telegrama.
Los domingos en Jerez siempre parecían de fiesta, porque los pobladores de los pueblos vecinos y rancherías acudían a vender sus productos y a comprar lo necesario. Al caminar por las calles de la ciudad, la Peralta se sintió maravillada por todo lo que vio, la provincia en todo su esplendor.
El ruiseñor mexicano, al estar dentro del teatro, cantó a capela fragmentos de “Lucía de Lamermmour” y quedando maravillada pues los jerezanos afirmaban que la acústica del teatro era inmejorable. Su voz se esparcía por los arcos de la sala, llenaba la bóveda y se escapaba y claramente se podía oír hasta el jardín “Brilanti” convertido ese día en tianguis dominical.
Sigilosamente, poco a poco fueron entrando al espacio de luneta, azorados rancheros que se despojaban de su apiloncillado sombrero y que atraídos por la melodiosa voz que se escuchaba y llenaba sus sentidos, ingresaron al interior. Los ojos bien abiertos, con una expresión de sorpresa y admiración, la quijada caída. Con una mano se alisaban el rebelde cabello que desconocía la caricia del peine, y con la otra asían nerviosamente el ancho sombrero que se habían quitado en señal de respeto. Las mujeres, veían con ojos de ternura a la diva, y con lágrimas en los ojos mordían nerviosamente las puntas de sus rebozos, como si cada acorde les llegara muy dentro y les hiciera olvidar su pobreza, sus angustias, sus pesares.
Cuando la afamada soprano terminó de cantar, los que estaban cerca de ella aplaudieron a rabiar y lanzaban gritos de júbilo, no así los rancheros y gente del pueblo que estaban como hipnotizados.
-¡¡Aplaudan!! ¡¡Aplaudan!! –Los conminaban los que estaban cerca de la diva- ¡¡Es Ángela Peralta!! ¡¡Aplaudan!!
Los espectadores, callados, con los ojos posados en la regordeta figura de la soprano no decían nada. Fue el mismo Pedro Cabrera, quien dirigiéndose a ellos les preguntó. –¿Por qué no aplauden? ¿Acaso no les ha gustado lo que han oído? ¡Jamás en su vida volverán a oír una angelical voz como ésta! ¡Es una falta de respeto no aplaudir!
Tímidamente, uno se animó a contestar, mientras con el dorso de la mano se limpiaba de su rostro unas lágrimas que resbalaban por sus mejillas.
-Tiene usté razón, patrón. Nunca de los jamases volveremos a oír algo como lo que hoy hemos oyido. Y por eso no aplaudimos, porque queremos llenarnos el alma de lo que aquí acabamos de oyir. Si aplaudimos, a lo mejor se quiebra el encanto, se quiebra el resplandor que ha dejado en nuestros corazones ese concierto de ángeles que nos ha dado aquí, la siñora. Muy dentro nuestro, resuena como si juera algo de cristal todo lo que oyimos, y ansina lo queremos dejar. Es como si cada uno de nosotros se llevara un pedacito del cielo que con su voz nos da a conocer esta siñora, que es más bien un ángel enviado por Diosito para regalarnos esta alegría tan inmensa.
Angela Peralta se sintió emocionada por esas palabras, y sonriendo dijo: -He cantado en Europa, en sus mejores salas, en muchas ciudades de México, y siempre me han ovacionado grandemente; reyes, emperadores, príncipes, presidentes y grandes empresarios han aplaudido mi actuación, me han regalado flores, joyas, sonrisas. Han puesto el mundo a mis pies. Pero este silencio, es el mejor obsequio que he recibido en mi vida. Este silencio suyo me ha llegado al corazón y lo llevaré por siempre como el mejor de los aplausos. Muchas gracias.
Las palabras se le quebraban, pero la diva agradeció el silencioso aplauso y siguió cantando, pero se notaba que lo hacía con más sentimiento, con más alegría. Fue un concierto espontáneo e inolvidable ofrecido para quienes tuvieron la fortuna de estar en el teatro. Hombres y mujeres se acercaban respetuosamente a besar la mano de la cantante. A don Fernando Villalpando, al igual que otros de los que ahí estaban, se le empañaron los redondos lentes, y cuando los limpiaba con un pañuelo, Ángela Peralta, le preguntó:
-Maestro Villalpando, ¿cree usted que podríamos hacer algo aquí? El teatro es pequeño, pero me parece formidable. Tiene una sonoridad asombrosa. Me gustará cantar aquí.
-Señora, me dicen que este coliseo tiene capacidad para más de cuatrocientas personas, pero como aquí la costumbre es que cada quien traiga su silla, se reduce a unas trescientas. Además, no tiene foso para los músicos, por lo que tendríamos que robar espacio al proscenio. Tendríamos que elegir obras en que no se necesite de toda la compañía, sino de unas treinta personas a lo más. Aparte, no hay transporte ni alojamiento. De ninguna manera sería redituable.
Don Pedro Cabrera, que escuchaba la plática intervino, asegurando que para los jerezanos sería un honor tener el privilegio de escuchar la voz de la Peralta. Que él ponía a su disposición los carros que se necesitaran para trasladar a la compañía, instrumentos y vestuario, además que no se preocuparan por el alojamiento, pues en los principales hogares jerezanos serían hospedados.
El siguiente domingo, Jerez estaba de lujo, pues Ángela Peralta y su compañía (adaptada para actuar en el teatro Hinojosa), iniciaban una breve temporada. ”El Trovador” de Verdi, fue la principal obra que interpretaría la soprano. En posteriores días complació a los jerezanos con “La Traviata”, “Lucía de Lamermmour” y “Rigoletto”. Su director de concierto fue Fernando Villalpando. No hubo función de beneficio, pero al abandonar la ciudad, dicen que la artista lo hizo con lágrimas pues la recepción y hospitalidad que le dieron en Jerez fue inolvidable. Inolvidable para una dama acostumbrada a las mejores salas de teatro de Europa y a los más nutridos aplausos.
EL NÍQUEL Y LA BODA
La compañía de Ópera Italiana de la Peralta partió a Monterrey, donde hizo una larga temporada; luego seguirían en su periplo a Chihuahua, donde estuvieron en abril de 1883. A fines de agosto llegaron a Mazatlán.

Juventino Rosas se salvó
En Mazatlán, el Ruiseñor Mexicano cantó desde el balcón del Hotel Iturbide a un público emocionado que escuchaba conmovido las notas de “La Paloma”…  pero, ya en el aire se advertía algo extraño: por descuido llegó al puerto una epidemia de fiebre amarilla, “el níquel” decían. Las autoridades portuarias habían conocido del caso de un norteamericano que había fallecido de ese mal en un barco, pero aún así permitieron fuera desembarcado y enterrado su cadáver. Los miembros de la compañía fueron cayendo enfermos, y muriendo algunos después, entre ellos el Dr. Pedro Chávez, el primer tenor Belloti… y la soprano. Su vida se extinguió a la 1:30 del 30 de agosto de 1883 en los altos del Teatro Rubio. Debido al carácter infectocontagioso de la enfermedad, fue velada en el Hotel Iturbide y llevada al panteón en hombros de cuatro soldados. Dicen que en artículo mortis se casó con su administrador Montiel, y como la diva ya no respondía, el cubano Manuel Lemus le movía la cabeza para que diera el sí. De su compañía de más de 80 personas, solo quedaron con vida 6, entre ellos el violinista Juventino Rosas y Julián Montiel quien mañosamente heredó toda la fortuna de Angela Peralta.