viernes, 5 de septiembre de 2014

TESTIMONIO DEL CARRETERO

(Relatado y escrito a alguien que sabía escribir y estaba interesado en el tema)
En descargo de mi conciencia que me tiene atormentado con este secreto que he guardado celosamente quiero hacer esta confesión de un hecho que me pasó hace ya mucho tiempo, pero que su recuerdo no me deja a veces ni dormir:
Hace 19 ó 20 años, pasando la temporada de lluvias, que ocurrió lo que aquí cuento: Por mandato de mi patrón, que era al administrador de la aduana de Las Hacienditas y además dueño de carros, llevé a un señor que se llamaba Lorenzo Escobedo con rumbo al Monte Escobedo. Este señor llegó a Jerez en la diligencia de los Sánchez Castellanos que había salido en la madrugada del sábado, con dos cajones de madera con herrajes de fierro y cerrados con candados y muy pesados. Según supe después, tuvieron que cambiar el tronco de caballos por mulas, por el excesivo peso, mismas que volvieron a cambiar por caballos en la posta de Las Cocinas.

Cargamos los cajones o baúles en un carretón de dos ruedas, tirado por dos mulas y dos más de repuesto. Y luego de tomarnos unos amargos en la cantina El conejo Blanco salímos para el Monte por el antiguo camino real, el que usaban los carreteros y arrieros que venían desde Bolaños. Cuando íbamos por el rumbo de La Lechuguilla, la gente que venía para Jerez nos decía que mejor agarráramos el camino real de Tepetongo, porque por la sierra de Juanchorrey estaba muy lodoso, pedregoso y hasta derrumbes hubo. Y que nos cuidáramos porque había mucho lobo y coyote. Pero el dueño de los baúles insistió que por ahí nos fuéramos. El domingo, como a mediodía, en un tramo del camino muy pedregoso estrecho y de subida, las mulas no podían con la carreta porque se resbalaban en las piedras. Empujando y castigando a los animales casi logramos desatascarlo y llegar arriba, pero las mulas se tironearon y se rompió el tablón trasero de la carreta, saliendo los dos baúles disparados y se destruyeron, uno más que otro.
Del que quedó más destruido botó el cuerpo de una muertita ya en completo estado de descomposición. Me asusté mucho y se lo hice saber a don Lorenzo, y me contó que era su esposa que había fallecido en el hospital de Zacatecas por una enfermedad rara e infectosa. Que la iban a quemar pero que ella antes de morir le había pedido que la llevara a Monte Escobedo. Medio me convenció de que no lo denunciara y yo le propuse que la metiera en el cajón que quedó más sano y ahí la enterráramos.
Como llevábamos picos, palas y armas, porque yo las había prevenido porque conozco como se pone ese camino real después de las aguas, excavamos un hoyo hondo de modo que cupiera bien el cajón. Dentro echó joyas y muchas monedas de oro que venían en el otro baúl, lo que no cupo lo echó a los lados y arriba del cajón. Luego lo tapamos con tierra y muchas piedras. Los pedazos de madera del otro baúl los tiramos en el arroyo que estaba enseguida.
Luego me hizo prometerle que a nadie le diría de esto, me dio dos taleguitas de monedas que había apartado, que estaban en un cofre pequeño. Que con eso tenía para vivir sin preocupaciones toda mi vida. Me pidió una de las mulas, que se la pagara a mi patrón y me regresara para Jerez. Pero que a nadie dijera nada de lo sucedido. Por muchos años me ha atormentado esa promesa que no debí hacer, porque me hice cómplice de un delito.

Pues ya rompí el secreto, pero ya pasaron muchos años. Del esposo de la muertita no volví a saber nada y hasta miedo me daba que me achacaran su desaparición, porque fui la última persona que tuvo trato con él. A lo mejor se lo comieron los lobos porque a pesar de que le dí el remington con balas, a leguas se veía que era un catrincito que no sabía nada de armas. Se fue montando la mula a pelo y no creo que durara mucho si no está acostumbrado al trote y pelaje bruto del animal. A lo mejor se devolvió a Zacatecas y regresó después por sus joyas y dinero. A lo mejor se quedó a vivir en algún ranchito de la sierra. Uno de los arrieros que lo vio cuando llegó a Jerez, afuera del Hotel Oriente, dice que se le afiguró verlo allá por tierras de Nayarit.
El lugar donde enterré a la difuntita del baúl, es muy entrada en la sierra, en una curva de subida, como a una hora del Mastranto, en un lugar donde hay muchos encinos, del lado izquierdo del camino como unas cien varas antes de llegar al arroyo. Es fácil reconocer el entierro, porque pusimos muchas piedras lajas arriba, además está al amparo de cuatro grandes encinos. Yo no tuve ni tengo curiosidad de ir, porque me quedó mucho miedo de que la muertita me hubiera contagiado de la rara enfermedad que dijo don Lorenzo Escobedo que tenía. Por muchos años despertaba angustiado pensando en que me había infectado, pero creo que como me acerqué lo menos posible al cuerpo de la muerta, nada me pasó. Al marido quien sabe, pues él recogió el cadáver cuando quedó tirado allá en el camino. Él lo recogió y acomodó en el baúl que no quedó destruido.
Ahora, que andan los revolucionarios por todos lados, no creo que nadie se atreva a ir a ver si se encuentra ese entierrito y el que vaya, ya sabe a lo que se atiene.

Ciudad García, Febrero de 1914.