viernes, 2 de diciembre de 2016

LA ENCADENADA DE LA CALLE HIDALGO

La familia Miramontes llegó huyendo de la guerra, de las tropelías que se cometieron en aquellos años por los federales que supuestamente los debían proteger de los cristeros, pero que no hacían otra cosa que adueñarse de sus propiedades, casas, ranchos, tierras, ganado y hasta el guardadito que tenían escondido. Don Pablo, doña Luisa y sus hijos Blanca y Miguel juntaron lo poquito que los federales del nefasto general Anacleto López les dejaron. Y así, desde Mezquitic emprendieron su peregrinaje hasta llegar a Jerez, lugar donde pensaron estarían a salvo de la rapiña de la soldadesca.
En la segunda manzana de la calle Hidalgo les facilitaron una casa, de las tantas que entonces estaban derruídas, desocupadas o cuyos dueños prestaban con tal de que se las cuidaran para que no se cayeran. Esta finca era la parte trasera de una casona cuyo frente estaba por la calle del Santuario. El compromiso del préstamo era que le hicieran todas las reparaciones necesarias para que la casa se mantuviera en pie. En una habitación que daba para la calle, con piso de semideshecho ladrillo fue donde habilitaron como recámara para los cuatro.
Los Miramontes –padres e hijos- eran muy trabajadores, gente de “buena cepa”, por lo que pronto se ganaron la confianza y amistad de los vecinos. Doña Luisa –experta repostera- era muy solicitada por las familias ricas para que les ayudara en la preparación de platillos especiales y postres, mientras que su hija Blanca se hacía cargo de las labores caseras.
En una ocasión, cuando estaban almorzando para irse a sus trabajos, la niña le confió a su padre: -“Papá, por las noches se me aparece una señora muy hermosa, con el pelo muy largo y toda vestida de negro. Me pide que le ayude a descansar, porque ya tiene mucho sufriendo”-. Todos se rieron de lo dicho por la niña. –“M'ija, eso que me dice es un sueño que usté tiene. Y si no, ¿por qué a nosotros no se nos aparece si dormimos en el mismo cuarto?”. -“No, papá, estoy segura que no es un sueño, mire, me dijo que se llama Isabela. Es muy bonita, muy blanca y en el cuello trae un medallón con una pintura de su cara. Dice que le ayude y que me da el medallón para que me acuerde de ella, y unas monedas que están en una mesita”. –“No, m'ija, es un sueño nomás. Orita nadie da nada por nada. Usté no se asuste, que ahí estamos todos para cuidarla. Cuando vuelva a soñar así, nomás pellízquese y verá que es una quesadilla”.
La niña insistía en la aparición, pero los padres lo tomaban a broma, y a veces hasta le preguntaban que si no se le había vuelto a aparecer Isabela. Don Pablo Miramontes en una de las veces que fue a confesarse, le comentó al sacerdote lo que ocurría con su hija. –“Esa niña tiene afiguraciones. Llévala al catecismo de Conchita Orozco para que no ande pensando en fantasmas ni espantos. Verás que pronto se olvida de eso”.
Blanca –la niña- acudió desde entonces todos los sábados a la escuelita que en una casa frente al jardín chico manejaba Conchita Orozco. Le gustaba convivir con las demás niñas y en su inocencia les contaba lo de la mujer que se le aparecía. Al principio todas escuchaban su relato con caritas de susto. –“¿Y no te asustas cuando la ves?” –le preguntaban –“No, ella se ve muy triste, y yo no sé como consolarla y me dan ganas de llorar”.
En la recámara en que dormían, habían notado que algo raro pasaba, pues cuando “chinaban” con peine los ladrillos, al echar agua esta se resumía de inmediato, como si el piso estuviera hueco. Un día, Blanca estaba dándole con el peine a los ladrillos de la recámara, cuando notó que en un rincón al tallarle a los ladrillos la mezcla se desprendía como si no estuviera bien preparada. Por curiosidad quitó los ladrillos y vio que estaban asentados sobre una pieza de madera vieja. –“¡Ma, venga tantito, córrale!” –le habló a su madre, la que a su vez a gritos le habló a don Pablo.
Don Pablo, quitó más ladrillos hasta dejar al descubierto toda la placa de madera.  Se rascaba la cabeza, sin atreverse a hacer más. Pero luego, usando un pico que prontamente le arrimó Miguel, levantaron la madera. Un hedor fétido, de podredumbre, de humedad les llenó los sentidos. “Mira nomás –dijo don Pablo- pos' si esto parece un sótano. Al prender y arrimar un quinqué (aparato de petróleo), notaron que había una escalera de cantera por la que descendieron al oscuro y húmedo cuarto. Al iluminar hacia una pared don Pablo gritó a su esposa e hija que se devolvieran, que no vieran, pero ellas ya habían visto. Blanca, sin que el padre lo advirtiera se acercó a la pared. Estaba fascinada, nunca había visto un esqueleto y menos colgado de la pared. Una calavera con abundante cabellera con el ruido se desprendió y cayó al húmedo piso.
-Es Isabela- dijo la niña –es Isabela y la voy a ayudar. Y sin que el padre, la madre o el hermano pudieran hacer nada, Blanca se dirigió a donde quedaba el resto del esqueleto colgado de un grisáceo y viejo vestido que debió ser negro. Tomó las mangas del vestido y las liberó de la cadena que las sostenía. Cayeron los huesos al piso, y al caer se oyó un ruido como un suspiro grande. Hacia los pies de la niña cayó un hermoso camafeo, con una miniatura en óleo en que se retrataba a una hermosa mujer. –“Es el medallón de Isabela” –expresó Blanca recogiendo la joya.
Al acostumbrarse a la semioscuridad, pudieron ver que era una especie de sótano, de pequeña habitación, con un viejo camastro, unas sillas de madera y una mesita, donde estaba una talega de cuero. –“Y ahí están las monedas que me iba a regalar”. –Aseguró la niña.
Don Pablo acudió con el sacerdote, pues no sabía qué se hacía en esos casos. Al sacerdote –que era don José Amado Macías Cabrera- no le gustaba la burocracia, así que le aconsejó que los huesos los llevara al panteón de Dolores, envueltos en un lienzo, y le dijera al camposantero que le hiciera el favor de enterrarlos en un campito. Picado por la curiosidad, agarró su estola y sus bártulos para ir a bendecir los restos de la infortunada mujer. –“Antes había muchos casos así, mujeres emparedadas, encadenadas que morían de terror, de hambre, asfixiadas, así que no pierda tiempo yendo con las autoridades, capaz que hasta de la casa lo corren”.
El sacerdote bajó al sótano, donde dio los auxilios espirituales al esqueleto de la mujer. Ya luego comenzó a curiosear mientras bendecía todos los rincones. –“Don Pablo, ¿no sería mucho pedir que me regalara una de esas sillas? Desde que bajé me fijé que son de excelente hechura, y muy antiguas”.
El presbítero se fue al Santuario muy contento llevando su silla, que en la calle un acomedido le ayudó a cargar. Por años, el padre Amado Macías usaba esa silla para descansar, leer o reflexionar.
La familia Miramontes levantó el esqueleto con mucho cuidado colocándolo dentro de un lienzo, luego lo envolvieron y lo llevaron al panteón de Dolores. –“Son los restos de una mujer que falleció sabrá Dios cuando. El padre Macías me dijo que los trajera para que les diera cristiana sepultura”- dijo don Pablo al camposantero, dándole además unas monedas de plata para que sobre la sepultura le pusiera una lápida en la que a insistencia de la pequeña Blanca se debería grabar: “Bella Isabela, descansa en paz. Familia Miramontes”.

El sótano fue arreglado y servía como recámara y cuarto de juegos de los niños, quienes junto con su familia vivieron en esa casa por muchos años, hasta que tuvieron que emigrar nuevamente...

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